En este breve texto, publicado inicialmente en el New York Times, el escritor israelí Etgar Keret evoca la brecha que la guerra ha abierto en tu sociedad, hasta el punto de hacer imposible la comunicación.

La mayoría de los sábados por la noche, mi esposa y yo participamos en una vigilia silenciosa en Tel Aviv. Cada persona sostiene la fotografía de un niño gazatí asesinado en los recientes ataques del ejército israelí. Son muchas, demasiadas fotos. Permanecimos allí durante una hora.
Algunos transeúntes se detienen a mirar las imágenes y leer los nombres de los niños; otros lanzan una maldición y siguen caminando. Curiosamente, a diferencia de muchas manifestaciones contra el gobierno de Netanyahu, en las que a menudo me siento un poco inútil, en esta vigilia sí percibo cierta utilidad. No es mucho, pero estoy creando un encuentro entre un niño muerto y la mirada de alguien que no sabía que ese niño había existido.
Un sábado reciente, la vigilia estuvo más cargada de tensión que de costumbre. Hamás acababa de difundir un video monstruoso en el que se veía al esquelético rehén israelí Evyatar David cavar su propia tumba, obedeciendo a sus captores. Algunas personas se detuvieron al pasar junto a nosotros. Un hombre en bermudas me miró y me preguntó si había visto el video: “Él es de los tuyos. ¡Esa es la foto que deberías sostener, la suya!”. Otra mujer se detuvo y nos gritó: “¡Es pura propaganda de Hamás! ¿No lo entienden? Esos niños son producto de la inteligencia artificial. ¡No son reales!”.
Me habría resultado fácil discutir, rebatir con condescendencia los argumentos de esas personas. Pero, como la vigilia es silenciosa, me vi obligado a simplemente mirarlos y callar. Nunca he sido muy bueno en callarme. En cierto modo soy como los comentarios de un director en la edición especial de una película: siempre tengo una respuesta o una explicación para todo.
Yo solía pensar que era el único que hacía eso, pero ahora que las redes sociales están en todas partes, parece que el mundo entero se ha vuelto como yo.
El hombre en bermudas intentó arrancarme una respuesta, y cuando vio que no lo lograba, recalibró enseguida: se dio cuenta de que podía seguir hablando sin que nadie lo interrumpiera. Su intento de provocar una discusión pronto se convirtió en una extraña mezcla de monólogo interior y publicación de Facebook. Hablaba de la pérdida, de los enemigos, de este país nuestro y de en qué demonios se ha convertido; de los rehenes, de su servicio de reserva y de su sobrino que combate en Gaza.
Lo que decía me hizo pensar que teníamos algunas cosas en común: los dos creemos que el gobierno es una desgracia, y los dos hemos perdido a alguien —y algo de nosotros mismos— en estos veintidós meses. La diferencia es que yo estoy sosteniendo la fotografía de un niño palestino asesinado por soldados israelíes, y en sus ojos ese gesto es un acto sin posible explicación ni sentido. Ni siquiera tiene nombre para él.
De pronto, todo el escenario dejó de parecer una disputa política y se volvió más bien una Torre de Babel moderna: aquella en la que Dios hizo que todos hablaran lenguas distintas para detener su esfuerzo de construir sin límite, como un correctivo a la arrogancia humana. Es un relato en el que todos habitamos un mismo edificio y tratamos de llegar hasta las nubes. La torre crece sin cesar, y nosotros seguimos ascendiendo con ella, más y más alto: con más conocimiento, más seguridad, más propósito. Pero, en algún momento —y no solo por arrogancia—, perdemos nuestra capacidad fundamental de comunicarnos. Cada uno queda atrapado en su propio feed, en su propio lenguaje, con sus propios hechos y conclusiones, que se vuelven cada vez más sólidas. Y cuando dejamos de mirar las paredes de la torre y, en cambio, nos miramos a los ojos, lo que vemos es algo totalmente extraño, ajeno.
Al final del relato bíblico, la gente abandona su proyecto de construir la torre. Muchos relatos en la Biblia terminan mal, y el nuestro también parece encaminarse hacia allí. A menos, claro, que logremos —yo, el hombre en bermudas y todos los demás— reencontrar una lengua común. Una lengua que tenga un nombre para todo, incluso para alguien que sostiene la fotografía de un niño muerto.
Etgar Keret
Etgar Keret es un escritor israelí. Su último libro, “Autocorrect”, reúne relatos breves. Es autor también del boletín semanal en Substack “Alphabet Soup”.
Con agradecimiento a nuestro traductor Julian Bedoya.