Macron e Israel: por la gracia de las naciones

La ocurrencia de Emmanuel Macron sobre la deuda original de Israel con la comunidad internacional demuestra la persistencia de una imagen anticuada de los judíos y su relación con las naciones. En este artículo, Gabriel Abensour nos recuerda la historia del sionismo y cómo esta declaración presidencial parece medieval.

 

Emmanuel Macron, presidente de la República Francesa en el Palacio del Eliseo, 25 de agosto de 2022. Crédito: Eliseo

 

“El Sr. Netanyahu no debe olvidar que su país fue creado por decisión de la ONU”. Esta insidiosa frase habría sido pronunciada por Emmanuel Macron en el Consejo de ministros. Mientras el presidente afirmaba que sus declaraciones habían sido tergiversadas, la Association Presse Présidentielle se ofendía por este cuestionamiento, al considerar que pone gravemente “en entredicho la deontología de la prensa”. Lo cierto es que esta frase, si se pronunció, no es sólo una metedura de pata diplomática contra un Estado soberano, sino que atestigua la incapacidad de Occidente para liberarse de la imagen del judío como un eterno extranjero cuya mera existencia es un favor concedido con una indulgencia totalmente condescendiente. Es probable que esta declaración despierte la ira de las comunidades judías de todo el mundo, al tiempo que provoque una vez más la incomprensión de sus vecinos no judíos, que verían en ella un llamamiento legítimo al respeto del derecho internacional. Sin embargo, sólo a través del prisma de quince siglos de vida judía condicional y condicionada en Occidente podemos comprender realmente el significado de esta frase.

Está muy bien invocar la sobreinterpretación judía, pero cuesta imaginar que algún dirigente occidental se atreva a recordar a los cientos de pueblos dominados, oprimidos o colonizados por Occidente que su existencia contemporánea como naciones se debe a la gracia de los antiguos imperios y sus metamorfosis internacionales. Al fin y al cabo, como les gustaba recordar a los más sórdidos de la extrema derecha francesa, Argelia nunca había existido como Estado-nación antes de 1962. Del mismo modo que es imposible decir que muchos países asiáticos y africanos “deben” su existencia a la resolución 1514, “Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales”. Un Estado no puede crearse artificialmente, ex nihilo. Como mucho, puede recibir un reconocimiento internacional basado no en la caridad, sino en los términos del derecho internacional relativos a la autodeterminación de los pueblos. Los otros Estados nación, si no consiguen crear Estados, pueden no obstante bloquear este derecho universal a la autodeterminación. Recordemos al presidente, por ejemplo, la reivindicación actual del pueblo canaco contra Francia, que sigue siendo colonizadora.

Un Estado no puede crearse artificialmente, ex nihilo. Como mucho, puede recibir un reconocimiento internacional basado no en la caridad, sino en los términos del derecho internacional relativos a la autodeterminación de los pueblos.

Si queremos entender las raíces de esta existencia judía, que dependía de la gracia de una tercera autoridad política, tenemos que remontarnos a la Edad Media. En la Edad Media, en la Europa cristiana, los judíos eran tolerados en diversos reinos y principados. Recibían para ello un edicto de tolerancia del señor, príncipe u obispo local. Con el estatus de servi camerae regis (siervos de la corona), dependían directamente del reyezuelo local, que a su vez tenía el deber de protegerlos. Cuando una crisis azotaba la región, ya fuera una epidemia, una hambruna o cuando, por la razón que fuera, había que aplacar la ira popular, bastaba con revocar el edicto y esperar que la gracia divina volviera a la ciudad una vez expulsados los judíos. Los obispos, reyes y príncipes no eran necesariamente antijudíos; eran ante todo pragmáticos. Era mejor sacrificar a un puñado de judíos en aras de la paz civil en lugar de defenderlos y arriesgarse a perder el poder. Para ello, podían apoyarse fácilmente en la doctrina oficial de la Iglesia, teorizada por Agustín, sobre la conservación del pueblo judío como pueblo testigo. 

Los propios judíos aceptaron esta situación con cierta resiliencia, entre otras cosas porque compartían con su opresor el paradigma del judío como extranjero. En virtud de su historia y de su fe, se veían a sí mismos como una nación, un pueblo en el exilio, disperso entre los gentiles. Sus constantes salidas, sus repetidas expulsiones, no eran más que el reflejo terrenal de movimientos teúrgicos en las esferas celestiales, donde cada sufrimiento, cada persecución, correspondía a un reajuste divino, a la espera del retorno milagroso a la tierra prometida. Dado que este artículo se publica durante la festividad de Sucot, que celebra, entre otras cosas, la fragilidad de la existencia judía, mencionemos el poema de Eleazar Ha-Kalir (siglo VI), que ilustra perfectamente esta teología política judía en un texto que se lee en todas las sinagogas asquenazíes desde hace siglos, el día de Sucot:

Soy un muro, Puro como el sol.

Exiliado y rechazado, Comparado con la palmera.

Por ti soy sacrificado, Considerado oveja de matadero.

Disperso entre los que odiosos, Pero abrazado y unido a Ti.

Llevo Tu yugo, Único en santificarte.

Oprimido en el exilio, Aprendo Tu temor.

La mejilla magullada, Entregado a los golpes.

Soporto Tu sufrimiento, Pobre y atormentado.

Redimido por Tu bondad, Sagrado rebaño,

Asambleas de Jacob, marcadas con Tu nombre.

Gritamos: ¡Sálvanos!

Sostenidos por ti. ¡Libéranos!

Como los judíos no evolucionaron en el vacío, su autoconcepción como “muralla” espiritual que soportaba los peores tormentos para no abandonar a su Creador se desmoronó con la llegada de la Ilustración. Después de quince siglos, el Occidente cristiano parecía estar en plena mutación, dispuesto a reducir el impacto de la religión en favor de una ciudadanía compartida dentro de un Estado que pertenecería a los pueblos que lo componían. En lugar de los edictos de tolerancia de la Edad Media, aparecieron los primeros decretos de emancipación, sobre todo en Francia.

Naturalmente, los judíos tuvieron que pagar un precio para merecer esta nueva ciudadanía. Y, en general, la aceptaron. Los judíos de Francia que, a través del Gran Sanedrín convocado por Napoleón, declararon alto y claro que en adelante pertenecían a la nación francesa, que respetarían las leyes francesas, que lucharían por este país, por esta patria, y que considerarían a los demás ciudadanos franceses como sus hermanos. En Alemania, Hungría y otros países donde los judíos se emanciparon, la respuesta fue similar. Los judíos se desprenderían de su antiguo ethos a cambio de una inclusión real en las naciones en las que habían vivido durante siglos, a veces milenios, exiliados y rechazados.

A pesar de la fulgurante integración de los judíos, a pesar de una asimilación en todos los ámbitos de la sociedad y un ardiente compromiso patriótico, la emancipación resultó ser un señuelo para muchos de ellos. Un antisemitismo racial, político y cultural sustituyó rápidamente al antiguo antijudaísmo cristiano. Los antisemitas no dejaban de recordarlo: la ciudadanía del judío estaba también condicionada. Como era de esperar, el asunto Dreyfus, en el que la acusación al judío se utilizó una vez más para restablecer la paz social, fue uno de los desencadenantes del sionismo político. Un periodista austriaco de origen judío, él mismo ferviente partidario de la asimilación, observó en París que, incluso casi un siglo después de su ardiente compromiso patriótico, el judío seguía siendo considerado como un ciudadano diferente de los demás, aparte, cuya ciudadanía quedaría por demostrar. Así pues, Theodor Herzl organizó el primer Congreso Sionista en Basilea.

A pesar de la fulgurante integración de los judíos, a pesar de una asimilación en todos los ámbitos de la sociedad y un ardiente compromiso patriótico, la emancipación resultó ser un señuelo para muchos de ellos.

Aunque el sionismo político se incició en Europa Occidental por judíos a priori asimilados, fue conoció entre los judíos del resto del mundo donde se produjo rápidamente un éxito generalizado. En Europa Oriental, África del Norte y Oriente Próximo, un número creciente de judíos depositaba sus esperanzas en el sionismo naciente más que en la expansión de la política de emancipación cuyos ecos llegaban a Bagdad, Fez, Túnez y Damasco a través de los imperios coloniales francés y británico. Cuando se creó la primera asociación sionista en Marruecos en 1900, su fundador, David Elkayim, hizo referencia explícita al antisemitismo francés para explicar a su rebaño que era inútil esperar vivir a merced de Occidente. 

Luego llegó la Shoá, que destruyó definitivamente la promesa de emancipación a los ojos de muchos judíos. Los judíos, hicieran lo que hicieran, por fuerte que fuera su adhesión a su patria adoptiva, serían siempre como mucho tolerados. Su ciudadanía siempre sería condicional. Parafraseando a Simone de Beauvoir, bastaría una crisis política, económica o religiosa para que se pusieran en tela de juicio los derechos de los judíos. Estos derechos no serían nunca adquiridos. Por mencionar sólo a Francia, el Estado francés bajo Vichy no sólo aceptó introducir legislación antisemita, sino que lo hizo con un celo poco común, sin dudar en iniciar redadas. Tampoco eximió a los judíos de las colonias. A los judíos de Argelia, que eran franceses desde 1870 y habían pagado un alto precio en la Primera Guerra Mundial, simplemente se les revocó la ciudadanía. Los de Marruecos y Túnez, cuyo estatus era el de nativos, sufrieron diversas formas de vejación y persecución. Para el judío francés medio, la explosión de antisemitismo en Francia tras el 7 de octubre no es ninguna sorpresa. Era de esperar. 

Con esto llegamos a la frase del presidente Macron. Es cierto que en 1947 la ONU votó a favor de la creación y existencia de un Estado judío en parte de la Palestina del Mandato. En aquella época, la ONU era un organismo neocolonial, en manos de las poderosas potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, que se concedía el derecho de crear o destruir naciones, sobre la base de fronteras totalmente desarticuladas que no tenían en cuenta en absoluto las realidades sobre el terreno, y que hasta el día de hoy es responsable de numerosos conflictos en todo el mundo. ¿Hubiera existido el Estado de Israel sin esta votación? Es una pregunta a la que nadie puede responder. Lo cierto es que el movimiento que le dio origen -el sionismo- existía mucho antes que la ONU. Al igual que el sentimiento que impulsó a millones de judíos de todo el mundo a emigrar a la tierra de Israel tras su creación. Sin estos millones de judíos -prueba abrumadora tanto de la perseverancia de este pueblo como de la alteridad a la que se vio reducido a su pesar tanto en Occidente como en Oriente- este país nunca habría sobrevivido a sus primeros años.

Desde hace mucho tiempo, los dirigentes occidentales, Macron incluido, se han creído en el deber de reiterar constantemente su “adhesión” al derecho del Estado de Israel a existir. Como si la existencia de Israel siguiera dependiendo de su buena voluntad.

El hecho de que la mitad del pueblo judío se haya unido a un país tercermundista debería plantear dudas a cualquier dirigente político sensato. El hecho de que los judíos franceses acudan a Israel incluso cuando atraviesa una guerra existencial debería llevar a cualquier presidente replantearse su política. Pero en lugar de reflexionar sobre la perpetua exclusión política de los judíos, Macron prefiere hacer del Estado de Israel el nuevo judío de las naciones. Se le tolera; su existencia está condicionada a su capacidad de no molestar. Si falla, si no es inmaculado, si a veces se parece demasiado a cualquier otro Estado, violento como cualquier otro Estado, en guerra como tantos otros, entonces se le podría retirar esta gracia.

Sin embargo, el Estado de Israel no se fundó desde una perspectiva judía tradicional. Al contrario, la mayoría de los dirigentes sionistas esperaban que, mediante una existencia nacional, el pueblo judío lograría obtener por fin una existencia normal. “Un pueblo como todos los pueblos”, decían los primeros dirigentes sionistas. Este abandono -o más bien secularización- de la teología judía tradicional sigue siendo hoy la base de la oposición de una parte de los ortodoxos al Estado de Israel. Si en algo ha fracasado el sionismo, ha sido en haber creído en la “normalización” del pueblo judío mediante la creación de un Estado. Pero la razón principal es la obsesión internacional por devolver a Israel a su estatus medieval de judío agraciado por las naciones. Esta actitud exacerba el sentimiento judío de que el mundo, y especialmente Occidente, nunca dejará en paz a los judíos. Impide que Israel sea visto como lo que realmente es: un territorio minúsculo, más pequeño que la Bretaña francesa, sumido en un conflicto que, al fin y al cabo, es similar a tantos otros de su región. Esta obsesión internacional, especialmente evidente en la ONU, sólo sirve para reforzar las voces más extremistas en Israel y Oriente Próximo. Irónicamente, también socava las ambiciones de líderes como Macron de dejar su huella en la escena internacional, perpetuando un ciclo de desconfianza e incomprensión mutua.

Por supuesto, Occidente no esperó a Macron para condicionar la existencia de Israel. Desde hace mucho tiempo, los líderes occidentales, Macron incluido, se han sentido en el deber de reiterar constantemente su “apego” al derecho de Israel a existir. Como si la existencia de Israel siguiera dependiendo de su buena voluntad. Como si la magnanimidad con la que concederían a Israel esta gracia de vivir, de sobrevivir, fuera su última forma de inventarse un poder pasado reproduciendo ad libitum la postura de los reyes que concedían, y retiraban, privilegios a los judíos.


Gabriel Abensour