¿Cómo explicar el ensañamiento de Israel en esta guerra en Gaza que no se acaba? Danny Trom se propone analizar la situación a partir de un síntoma: la proliferación, después del 7 de octubre, de las kinot, esas quejas poéticas que parecen pertenecer únicamente a la tradición del exilio. La lamentación israelí se formula ahora en un lenguaje propio del exilio y de su impotencia, incluso cuando acompaña, en la actualidad, la guerra de un Estado que ha otorgado a los judíos una potencia inédita y, con ella, una nueva responsabilidad. Trom nos invita a pensar la tensión interna de esta paradoja.

Es ahora claro a ojos de todos que la guerra llevada a cabo en Gaza por el gobierno de Netanyahu, en nombre del Estado de Israel, es moralmente condenable y carece de la eficacia invocada por quienes la conducen. El doble objetivo de la guerra —liberar a los rehenes y eliminar a Hamás— no ha sido logrado y claramente no podrá serlo. Y sin embargo, la guerra ha sido prolongada sin ninguna consideración por la población gazatí, condenada a un destino miserable, a veces al borde de la hambruna, cotidianamente expuesta al caos de la guerra y acumulando sin cesar víctimas civiles; en proporciones que los objetivos enunciados no justifican, y más aún cuando las vidas de los rehenes corren cada vez más peligro. Que esta guerra haya sido motivada por razones ideológicas o que, atrapada en una espiral, no vea otra salida que una fuga hacia adelante sin futuro claro, podrá ser objeto de estudio, y cada analista ponderará, según sus propias consideraciones, la proporción de razones que han conducido a la situación actual. Pero, más allá de si predominan unas —las razones ideológicas— u otras —la fuga hacia adelante—, se impone una reprobación.
Sin embargo, la reprobación no puede sustituir un análisis, por más necesaria que ésta sea, pues el observador se enfrenta a una pregunta crucial: ¿qué permite que esta guerra se prolongue indefinidamente? ¿Por qué las voces de la oposición creciente en Israel no parecen lograr producir, en el estadio actual de la guerra, un efecto decisivo sobre la opinión pública? Si seguimos los movimientos de protesta que se han multiplicado y ampliado, se constata que es sobre todo el destino de los rehenes lo que conmueve y sostiene el compromiso de quienes se movilizan. Y si la suerte de la población gazatí entra en consideración – y lo hace cada vez más – es en un plano secundario. La motivación y constancia de la movilización a veces parece capaz de inclinar la balanza en favor de un acuerdo que ponga fin a la guerra. Pero, por ahora, no se puede decir que logre imponerse de manera clara: el objetivo de eliminar a Hamás, que la realidad no cesa de mostrar como ilusorio, permanece intacto. Surge entonces la pregunta: ¿por qué, según la opinión israelí mayoritaria, Hamás y otras organizaciones yihadistas deben ser eliminadas completamente y a cualquier precio, aun cuando es evidente que este objetivo resulta irrealista?
Esta guerra, que ha deteriorado en proporciones nunca vistas la reputación internacional del Estado de Israel, no parece influir sobre una opinión que, al mismo tiempo, es sensible a la imagen de un Estado cuya legitimidad ha sido contestada desde su creación. Cada vez que la guerra en Gaza es denunciada o que la manera de conducirla es condenada, se repite en los medios mainstream israelíes que se trata de una reacción legítima a la masacre del 7 de octubre. Este recordatorio tiene la fuerza de parecer una evidencia cronológica. Pero algo en esa repetición permanece enigmático. Aclararlo implica delimitar mejor lo que este evento desencadenante —el 7 de octubre— ha significado de manera duradera para el público israelí, en su componente judía mayoritaria, a pesar del tiempo transcurrido. Sin esa clarificación, los juicios (y, más a menudo, los silencios) sobre la guerra, con su cortejo de víctimas civiles palestinas, permanecerán en la opacidad. Pues de esta aprehensión depende la opinión pública dominante en Israel y, en consecuencia, un clima general que empuja a considerar el ensañamiento en la guerra como aceptable —incluso si la puesta en peligro de los rehenes es deplorada, el modus operandi es ampliamente discutido, su eficacia cuestionada, y la suerte de la población civil de Gaza lamentada.
¿Qué permite que esta guerra se prolongue indefinidamente? ¿Por qué, según la opinión israelí mayoritaria, Hamás y otras organizaciones yihadistas deben ser eliminadas completamente y a cualquier precio, aun cuando es evidente que este objetivo resulta irrealista?
Para entender el sentido conferido al 7 de octubre por quienes fueron directamente víctimas y por quienes fueron el blanco de ese ataque —es decir, de persona cercana en persona cercana, la sociedad israelí en su conjunto—, y con el fin de medir su alcance, consideremos este síntoma: la multiplicación de kinot después del 7 de octubre. Una kiná es una forma poética tradicional, calcada del libro bíblico llamado meguilat Eijá (Rollo de las Lamentaciones), una larga queja poética atribuida al profeta Jeremías, que se explaya sobre la desolación de Jerusalén, las ruinas del Templo y la desgracia del pueblo exiliado. Veamos los tres primeros versículos del texto:
1 – Eijá! ¿Cómo reposa la ciudad, sola, que antes rebosaba de gente? Altiva entre las naciones, soberana en los distritos, ¿cómo quedó convertida en viuda, en tributaria?
2 – Por la noche llora, llora, y sus lágrimas humedecen sus mejillas; nadie para consolarla de todos sus amores. Todos sus amigos la traicionaron, se han vuelto sus enemigos.
3 – Judá partió al exilio por su aflicción, y por duro servicio; mora entre los pueblos, y no halla reposo. Todos sus perseguidores la han alcanzado en su angustia.
א אֵיכָ֣ה | יָשְׁבָ֣ה בָדָ֗ד הָעִיר֙ רַבָּ֣תִי עָ֔ם הָיְתָ֖ה כְּאַלְמָנָ֑ה רַבָּ֣תִי בַגּוֹיִ֗ם שָׂרָ֙תִי֙ בַּמְּדִינ֔וֹת הָיְתָ֖ה לָמַֽס
ב בָּכ֨וֹ תִבְכֶּ֜ה בַּלַּ֗יְלָה וְדִמְעָתָהּ֙ עַ֣ל לֶֽחֱיָ֔הּ אֵֽין-לָ֥הּ מְנַחֵ֖ם מִכָּל-אֹהֲבֶ֑יהָ כָּל-רֵעֶ֙יהָ֙ בָּ֣גְדוּ בָ֔הּ הָ֥יוּ לָ֖הּ לְאֹיְבִֽים
ג גָּֽלְתָ֨ה יְהוּדָ֤ה מֵעֹ֙נִי֙ וּמֵרֹ֣ב עֲבֹדָ֔ה הִ֚יא יָשְׁבָ֣ה בַגּוֹיִ֔ם לֹ֥א מָצְאָ֖ה מָנ֑וֹחַ כָּל-רֹדְפֶ֥יהָ הִשִּׂיג֖וּהָ בֵּ֥ין הַמְּצָרִֽים
Sobre esta meguilat, leída en las sinagogas el día del ayuno anual del 9 del mes de Av (Tishá be-Av), se han ido superponiendo las calamidades acumuladas que han caído sobre Israel (en el sentido del pueblo judío) a lo largo de la historia: desde la destrucción de los dos Templos hasta las masacres de las comunidades judías del Rin en tiempos de las Cruzadas; desde las expulsiones medievales de los judíos de Francia, Inglaterra y la península ibérica, hasta las matanzas en Ucrania, en el siglo XVII, perpetradas por los cosacos; y, finalmente, la Shoá. Las kinot, elegías compuestas a raíz de estos desastres y recitadas la noche del 9 de Av, forman un corpus de lamentos estilísticamente similares a la meguilat Eijá. La catástrofe inaugural —la destrucción del Templo de Salomón por el Imperio de Babilonia, y después la del segundo Templo por los romanos, que abre el largo exilio de Edom, aún no concluido— se convierte así en la primera de una serie de desastres en cascada, siempre abiertos a prolongarse, y cuyo desenlace último será el advenimiento, imprevisible, de los tiempos mesiánicos. Se trata, en suma, de la manera en que los judíos, a lo largo de su aventura histórica y de su prolongado exilio, han digerido tradicionalmente el encadenamiento de acontecimientos que los ha llevado, una y otra vez, al borde del abismo. El 9 de Av concentra así, en un solo lamento, el sentido de la historia judía, concatenado en un único día del calendario hebreo.

Pero algo en la continuidad de esta tradición en Israel resulta intrigante: esta forma literaria, tan íntimamente entrelazada con la vida judía tradicional, es hoy adoptada en el seno mismo del mundo israelí por autores completamente seculares. La kiná se ha convertido en una modalidad de expresión individualizada y abierta a apropiaciones diversas. Con ocasión del duelo consecutivo al 7 de octubre, la kiná se impuso como una fuente de inspiración creativa para un público desligado de la tradición. Este revival merece toda nuestra atención, pues el 7 de octubre es el único episodio de la vida nacional israelí que ha suscitado este tipo de actualización. La incorporación del 7 de octubre a la lista de calamidades judías, desde el interior de un marco nacional cuya vocación era clausurar definitivamente esa cadena de desastres, adquiere así la forma de un quiasmo.
He aquí un ejemplo de kiná, compuesta por una sobreviviente de la masacre en el kibutz Nahal Oz:[1]
Lamentación: Eijá estaba sola.
¡Eijá! ella estaba sola. ¡Por desgracia, ella estaba sola!
Nir Oz, manchada de sangre,
Sderot, como convertida en viuda,
Una ciudad estupefacta… ¿y quién le ha sido fiel?
¡Eijá! ella estaba sola,
En el refugio fortificado:
una familia y otra, y otra, y otra más.
¡Eijá! ellos estaban solos,
Las observadoras en sus puestos, con sus numerosos ojos,
Y no había escucha,
Y salvación —ninguna.
¡Eijá! ellos estaban solos,
Unas jóvenes, unos jóvenes,
Escondidos en los fosos y detrás de los arbustos.
Su baile se detuvo,
¿y quién los salvará?
¡Eijá! ellos estaban solos,
Cautivas y cautivos,
Y todavía allá,
Ciento veinte hombres, mujeres, ancianos y niños.
Ellos lloran en la noche,
Lágrimas en sus mejillas.
Y ningún consuelo [Texto original en hebreo[2]]
Los códigos de la kiná son minuciosamente respetados: cada estrofa comienza con la repetición de la queja (“¡Eijá!”), mientras que el vocabulario y la sintaxis bíblica, extraídos de la meguilat Eijá —como la fórmula tan característica “y salvación, ninguna”— son retomados con rigor. En esta forma se vierte la expresión, tan tradicional como recurrente, del abandono, de la desolación, de la soledad en la noche, y sobre todo de la ausencia de socorro, que atraviesa el poema de principio a fin.
La kiná, después de haber sido confinada al mundo de la tradición por la modernidad política de la cual el sionismo fue un producto, parece liberarse de nuevo para transformarse en un modo de expresión popular, de pertinencia general. Si se admite, entonces, leer en la proliferación de kinot posteriores al 7 de octubre un síntoma moderno, se plantea la cuestión de si el 7 de octubre no ha liberado la potencia latente de la tradición en el seno de esta parte mayoritaria del público israelí, quien, siendo heredera de un sionismo laico y hegemónico, ya se estaban enteramente desprendiendo del mismo.
¿Se debe leer, entonces, en esta proliferación de kinot un signo de retorno a la tradición? El sociólogo estaría en su derecho de interpretar este surgimiento como una regresión hacia los habitus: fenómeno consistente en que los agentes, sumidos en la crisis, se repliegan sobre esquemas ya probados, por más desconectados que se encuentren de la realidad presente. Esta hipótesis tiene el mérito de apoyarse en un mecanismo social corriente: en medio de la desorientación general provocada por una crisis, se buscan puntos de referencia estables.
Pero la limitación de esta aproximación reside en su postulado: la kiná sería inadecuada frente a la crisis, y la regresión hacia esta forma se vería como un simple efecto de la pérdida de dominio sobre una realidad demasiado opaca para que la exigencia del momento pueda ser afrontada. Su límite radica, en otras palabras, en la suposición de que existe efectivamente una inadecuación con la realidad y, por consiguiente, una regresión hacia disposiciones obsoletas.
Las kinot habrían quedado caducas precisamente porque las disposiciones antiguas fueron desactivadas de manera definitiva por la revolución sionista, en el proceso de nacionalización de los judíos reunidos en la Tierra de Israel. Esa revolución quería forjar un hombre nuevo: un judío capaz, al fin, de asumir sus responsabilidades políticas, liberado de su habitus minoritario que lo inclinaba a poner su destino en manos de Dios.
Pero entonces surge otra pregunta de gran alcance: ¿es la kiná el índice del fracaso de esa revolución? ¿Su retorno es la señal de que la construcción del ciudadano israelí, como figura que debía superar al judío —construcción que el sionismo situó en el corazón de su realización—, se ha finalmente estancado? Esta pregunta debe, sin embargo, ser modulada: si la tradición resurge con semejante vigor, hasta el punto de producir kinot en este segmento mayoritario de la sociedad israelí heredero del sionismo laico —antes de tendencia socialista, ahora más bien liberal—, ¿no será más bien que este mismo sionismo hegemónico ya vacilaba?
Para explorar esta hipótesis, conviene convocar la figura de Berl Katznelson[3], intelectual revolucionario originario de Minsk, emigrado a Palestina otomana en 1909, doctrinario dominante de la segunda Aliyá, cofundador en 1920 del sindicato Histadrut y director del diario orgánico del movimiento sionista-socialista Davar. Bajo el título Destrucción y desprendimiento, publicado el 9 de Av de 1934, Katznelson lamentaba con fuerza, en las columnas del periódico que dirigía, que los jóvenes pioneros radicales convirtieran Tishá be-Av en un día de ocio, negándose así, según su expresión, a “lamentarse por nuestra destrucción, nuestra esclavitud, nuestro amargo exilio”. “¿Cuál es el valor de nuestro movimiento de liberación si no está anclado en el ritmo del pueblo y sólo sabe recordar cómo olvidar?”, lanzaba, acusador, a esa nueva generación de revolucionarios sabra, a la que sin embargo comprendía íntimamente, pues había sido una de sus voces más escuchadas en la generación precedente. Ahora, Katznelson matizaba: Tishá be-Av es un día de conmemoración para cada judío, también en el seno del yishuv, también en la sociedad nueva en vías de consolidación. Este día de lamentación está anclado en el espíritu del pueblo en su totalidad, a pesar de la transformación revolucionaria que una vanguardia quería orientar hacia la ruptura con el pasado judío.
Katznelson sostiene que la revolución nacional judía debe inscribirse en la continuidad de la historia judía, ya que, de lo contrario, se perderá el sentido mismo de la realización en curso.
El peligro percibido con claridad por Katznelson estaba en el olvido deliberado: “¿Seríamos capaces hoy de emprender un movimiento de renacimiento si el pueblo judío no hubiera conservado, en su corazón endurecido y en su trasfondo sagrado, la memoria de la destrucción?”. Ya unos meses antes, en un artículo titulado Revolución y tradición, Katznelson había abordado las patologías del olvido voluntario, en un intento de rectificar el rumbo político que se estaba tomando.[4]. Como miembro del triunvirato que dirigía el partido laborista (Mapaí), junto a David Ben Gurión e Itzjak Tabenkin, fue precozmente crítico del régimen soviético, dentro de un mundo sionista marcado por la revolución de Octubre. Según él, querer recomenzar todo desde cero fue la causa de los extravíos del bolchevismo. Pero la cólera benévola de Katznelson hacia los jóvenes no se explicaba sólo por el trasfondo marxista de la revolución —que invitaba a hacer tabla rasa del pasado—, sino también por una vulgata nietzscheana muy difundida entre los primeros sionistas rusos, para quienes la acción política sólo podía desplegarse rompiendo completamente las cadenas del pasado. No era tanto la burguesía judía lo que Katznelson atacaba, sino una manera juvenil e ingenua de borrar con ardor lo que la tradición había legado.
El diagnóstico que dio fuerza al sionismo en Europa oriental era claro: el judaísmo rabínico era la fábrica de la impotencia judía. Y sin embargo, añadía Katznelson, el proyecto de renacimiento nacional heredaba de él, aunque fuese oponiéndose. Explicaba así: “El hombre está dotado de dos facultades: la memoria y el olvido. No se puede vivir sin ambas. Allí donde sólo existe la memoria, nos aplastaría bajo su peso y seríamos sus esclavos, los esclavos de nuestros ancestros. Pero si la humanidad no hubiera preservado el recuerdo de sus grandes realizaciones, de sus nobles aspiraciones, de sus épocas de florecimiento, de sus esfuerzos heroicos, de sus luchas por la liberación, entonces no habría habido ningún movimiento revolucionario. La especie humana habría estancado en una pobreza eterna, en la ignorancia y en la esclavitud”. Katznelson había meditado, sin duda, las consideraciones de Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, sobre la necesidad de liberarse del yugo de los ancestros y de las fuerzas ciegas de inercia que pesan con todo su peso para obstaculizar la acción transformadora; pero también sobre la importancia de apoyarse en los fermentos de progreso acumulados en el depósito histórico. Ruptura y continuidad deben, entonces, disponerse en un punto de equilibrio donde el pasado no encadene la acción, sino que le brinde los apoyos necesarios para desplegarse. La conclusión de Katznelson era tajante: la revolución nacional judía debía inscribirse en la continuidad de la historia judía, de lo contrario se perdería el sentido mismo de la realización en curso. “Siempre estamos confrontados a la tarea de formar a nuestra juventud para rebelarse contra la ‘servidumbre dentro de la revolución’, en todas sus formas —empezando por esos judíos que fueron tan esclavos de la revolución rusa que llegaron a distribuir proclamas llamando a pogrom en nombre de la revolución, y también el partido comunista palestino de nuestra época, que actúa en alianza con los pogromistas de Hebrón y Safed”[5], advertía. Tales derivas proceden del olvido de las coordenadas que jalonan la historia judía, y que, olvidadas, acaban volviéndose contra los propios judíos.
El diagnóstico que dio fuerza al sionismo en Europa oriental era claro: el judaísmo rabínico era la fábrica de la impotencia judía. Y sin embargo, añadía Katznelson, el proyecto de renacimiento nacional heredaba de él, aunque fuese oponiéndose.
Katznelson, buen dialéctico, advertía así a los jóvenes radicales de no serrar la rama sobre la cual estaban sentados. Una acción desligada del pasado puede liberarse de toda traba, pero será ciega, sin orientación, sin brújula, como un barco ebrio que se estrella contra el roquedal de la realidad. Esa acción se revelará como autodestructiva. Por eso exhortaba a los jóvenes, no a conformarse con la tradición, sino a apropiarse de lo que contiene de experiencia judía. En ese 9 de Av de 1934, día en que todos los judíos recordaban vivamente la destrucción, la pérdida de la libertad y de la patria, así como los desastres que jalonaron su exilio, Katznelson subrayaba: sobre esa experiencia se edifica el proyecto sionista. Sin ella, añadía, “ni Hess, ni Pinsker, ni Herzl, ni Nordau, ni Syrkin, ni Borojov, ni A.D. Gordon, ni Y.H. Brenner habrían aparecido. Y Yehudá Haleví no habría escrito ‘Sión, ¿no preguntarás?’, ni Bialik habría escrito ‘El rollo de fuego’”. Tishá be-Av, inscrito en la textura de la conciencia judía, debía ser honrado para mantener vivo el sentido de la revolución en curso, al mismo nivel que Pésaj, que contiene la idea de liberación.
Del Tishá be-Av ignorado en 1934 por una juventud reprendida por su mentor, al Tishá be-Av posterior al 7 de octubre, reconfigurado en una kiná, el trazo es nítido. Siempre existió, en el interior del sionismo de matriz socialista que dominaba el yishuv, una especie de autocorrección destinada a frenar el exceso de celo “cananeo”[6] aquel que pretendía forjar un ciudadano hebreo cortado de su pasado judío. Aunque el sionismo se orientaba tendencialmente hacia una ruptura total con el judaísmo anterior, en su forma más estándar fue constantemente devuelto, con insistencia, por voces como las de Katznelson o Ben Gurión, a su sustrato judío. Esas tensiones contradictorias subsisten, de manera difusa, hasta el presente, en el espíritu de los judíos israelíes.
La kiná actual es un síntoma elocuente. Parece responder a la rectificación que Katznelson reclamaba. Es cierto que la ruptura con un pasado considerado exílico fue uno de los combustibles necesarios para movilizar las energías que hicieron avanzar la empresa sionista. Sin embargo, esa rebelión contra el mundo judío fue regularmente moderada por el recuerdo persistente de aquello de lo cual provenía la nueva sociedad. ¿Cómo traducirá el sociólogo esta ambivalencia? La clasificará bajo la categoría del habitus clivé, cuya lógica bipolar debe ser identificada. Consiste en una tensión estructural, vivida subjetivamente como un desgarramiento. Esta tensión entre dos polos, reactivada por la crisis del 7 de octubre, invalida la tesis según la cual el renacimiento de la kiná israelí sería una simple regresión hacia la tradición. La kiná representa sólo el polo activado cuando el acontecimiento se encuadra como parte de la serie de desastres, es decir, cuando entra en resonancia directa con una historia judía continuada. El otro polo, más rutinario, se alimenta de los logros de la revolución sionista, que percibe la joven historia de la nación israelí como un capítulo construido sobre la superación histórica de la alienación judía. Entre ambos polos, el sujeto israelí oscila de manera estructural.
Siempre existió, en el interior del sionismo de matriz socialista que dominaba el yishuv, una especie de autocorrección destinada a frenar el exceso de celo “cananeo” aquel que pretendía forjar un ciudadano hebreo cortado de su pasado judío.
“Revolución” y “tradición”, en los términos de Katznelson, no forman dos extremos ajenos uno al otro: son más bien conductas —desprendimiento y retorno recapitulativo— amalgamadas en un equilibrio siempre inestable, cuya articulación varía según la coyuntura. El 7 de octubre precipitó una crisis que la vida nacional israelí, moldeada por el desprendimiento, se mostró incapaz de absorber. Es precisamente esto lo que atestigua la kiná: no es un retorno, sino un rodeo, un pasaje por el polo de la experiencia judía, que había permanecido en modo menor, pero siempre disponible. Al inscribir el 7 de octubre en la continuidad del destino exílico de Israel, la kiná testimonia la desorientación de la sociedad israelí: incluso cuando el sionismo hegemónico se pensó a sí mismo como ruptura en la historia judía, nunca logró imponerse por completo. La kiná indica que el Estado de Israel tropieza con un límite propiamente judío de su proceso de nacionalización moderna, un límite que el 7 de octubre ha hecho visible.
No es fácil prever el efecto duradero del 7 de octubre sobre la sociedad judía israelí y, por extensión, sobre la política del Estado de Israel. Lo que sí puede afirmarse con certeza es que ese día fluidificó de manera considerable el habitus clivé de una población mayoritariamente secularizada. En la búsqueda de un sentido frente a un acontecimiento que sacudió los cimientos del proyecto sionista, los israelíes dudan en cómo enfrentar el abismo. Y, al hacerlo, se libera también el recuerdo de aquello de lo cual procede el propio sionismo. El sentido del término “sionismo”, el sentido específicamente judío del proyecto estatal, se reafirma. Ese sentido está contenido en la kiná, en tanto que, en la modernidad, deriva de ella como una necesidad imperiosa: la creación de un Estado-refugio. Y este sentido redescubierto se hace explícito también para los judíos de la diáspora que se habían mantenido al margen del proyecto. Ellos, aunque a veces distantes de la tradición, captan de manera intuitiva lo que significa una kiná. Así, la kiná unifica las dos partes de Israel —los ciudadanos del Estado de los judíos y los judíos del mundo— en una misma lamentación.
Estado-refugio, hogar nacional: eso es precisamente lo que alcanzó el 7 de octubre, pues los asesinos penetraron en comunidades cerradas, irrumpieron en las casas, masacraron familias enteras, hijos delante de padres, padres delante de hijos. El refugio más íntimo fue violado y, con él, la idea misma de hogar se desplomó para un público israelí atónito. Desde el comienzo de la ofensiva israelí contra Hamás, el ojo percibe que la destrucción de infraestructuras y viviendas fue el objetivo inmediato y masivo de la respuesta militar, como si se quisiera mostrar ante todo la capacidad de volver inhabitable el territorio enemigo.[7] En la desmesura de la réplica destructora se lee en negativo lo que el 7 de octubre tocó en lo más profundo del ethos israelí: la fusión, en el lenguaje sionista, entre la construcción del hogar nacional y la construcción del hogar familiar bajo el signo de una seguridad inviolable. Que el término pogrom se haya impuesto para nombrar la masacre se debe precisamente al sentimiento de Heimatlosigkeit que insinuó en toda la población judía, israelí y mundial.

Volvamos al ensañamiento actual en la guerra, que roza la furia desorientada. Tiene su raíz en el desequilibrio entre los dos polos de la psique israelí clivada: el retorno de la kiná manifiesta el fracaso del intento de superar la condición judía —es decir, su persistencia inevitable dentro del sionismo realizado—, pero esa persistencia se hizo evidente en el momento mismo en que la realización sionista quedó suspendida. En un solo día, el 7 de octubre, la confianza en el proyecto vaciló. El suelo se abrió bajo los pies de los israelíes y, con él, se resquebrajó el hogar edificado sobre la instalación en la tierra (hityashvut). Al pogrom siguieron evacuaciones masivas de comunidades enteras: primero en las zonas cercanas a Gaza, luego a lo largo de la frontera libanesa. Una visión de pesadilla recorrió la sociedad israelí como una onda de choque: ¿y si el 7 de octubre fuese el inicio de una evacuación general, cuyo último reducto sería la sala de embarque del aeropuerto Ben Gurión? “Estamos aquí para quedarnos”, se repetía entonces en los medios israelíes de todas las tendencias, como si hubiera que convencer primero a quienes lo pronunciaban.
La kiná atestigua la persistencia de la conciencia de impotencia judía en un Estado dotado de vastos recursos de poder, siempre disponibles y movilizables.
Desde entonces, cada iniciativa militar de Tsahal destinada a aflojar el cerco en torno al Estado de Israel, al pasar a la ofensiva en múltiples frentes, obtiene la adhesión inmediata de un público persuadido de que la supervivencia del hogar depende de ello. La kiná israelí se inscribe así en un contexto en que la catástrofe se prolonga en una ofensiva que pretende superar el duelo y la ansiedad que la lamentación expresa. Pues, dado que los judíos israelíes disponen ahora de un Estado capaz de proteger su hogar, un Estado entre otros Estados —incluido un Estado palestino aún virtual—, la kiná israelí tiene la particularidad de no poder evitar integrar en sus coordenadas la facticidad del poder estatal judío. Mientras que la kiná tradicional era producto de la impotencia judía, la nueva lamentación debe asumir la existencia de un Estado que lleva el nombre judío y que puede responder a la adversidad. Esa simetría de la fuerza es un producto de la revolución sionista. Pero lleva consigo una responsabilidad y una reciprocidad de perspectivas, de las que carece la conciencia histórica que sostiene a la kiná tradicional.
Aquí es donde la exhortación de Katznelson a buscar un equilibrio adecuado entre revolución y tradición conserva toda su vigencia. La kiná del 7 de octubre traduce la irrupción inesperada de la historia judía en el Estado de Israel, pero en un marco que ha otorgado a los judíos ciudadanos de ese Estado recursos que, para ellos, son revolucionarios, pues los colocan en posición de replicar. Las disposiciones heredadas de la conciencia histórica judía, activadas ahora en un marco estatal, generan una tensión difícil de gestionar. La kiná atestigua la persistencia de la conciencia de impotencia judía en un Estado dotado de vastos recursos de poder, siempre disponibles y movilizables.
La kiná israelí moderna indica que el manejo de la fuerza sigue siendo, para los ciudadanos del Estado de Israel, una cuestión no resuelta: se debaten entre un sentimiento de impotencia heredado de la vida judía preestatal —continuada parcialmente en la política de contención del yishuv— y una desinhibición de la fuerza cuya lógica se manifiesta hoy con implacable rigor. El desafío del Estado judío consiste hoy, más que nunca, en encontrar un punto de equilibrio entre revolución y tradición, con el fin de domar su propia potencia en un contexto que, sin embargo, lo empuja a ejercerla de manera desmesurada.
Pero ¿cómo medir lo que excede el ejercicio necesario de la violencia de Estado? No hay respuesta absoluta. Requiere al menos ser evaluado, no desde la configuración de absoluta disimetría propia de la tradición, sino desde una situación en que un Estado judío se inserta en un entorno donde coexiste con otras potencias estatales y con entidades armadas con fuerzas comparables a la suya. Esto exige reciprocidad de perspectivas, algo que la configuración tradicional ignoraba por definición. Esa reciprocidad debe integrar tanto la medida de la fuerza ejercida como la de los daños correlativos infligidos.
Katznelson lo resumía así: “Muchas naciones han sido esclavizadas, y muchas han conocido el exilio. Israel supo preservar del olvido el día de su duelo, la fecha de su pérdida de libertad”. La lamentación colectiva es una forma específicamente judía, pero todo pueblo sumido en el desamparo busca palabras para producir su propia versión.
La kiná tradicional traduce la impotencia estructural de los judíos abandonados en un mundo hostil. No acusa: interroga el silencio de Dios, con la certeza de que el exilio cuyo final se espera es el destino del pueblo consciente de sus propios extravíos. Los palestinos, en cambio, pueblo entre las naciones, no tienen vocación de exilio. La poesía de Mahmud Darwish es la expresión más viva de su apego visceral a la tierra. Por eso designan de inmediato a los agentes de su desposesión, sin necesidad de articular un proyecto político elaborado. Y con Hamás, animado por el islamismo político, el espíritu de reconquista latente en los palestinos cruzó un umbral, transformándose en voluntad exterminadora en acto. Hoy, su situación catastrófica en Gaza muestra cada día cómo son golpeados con dureza por aquellos a quienes consideran sus enemigos irreductibles.
Si cada pueblo en el desamparo busca palabras para su propia lamentación colectiva, el caso palestino no es una excepción. Una versión palestina de la lamentación que reflexionara también sobre sí misma, incluso sobre sus propios extravíos, y que mostrara lo que el pueblo quiere de manera positiva sin sonar como amenaza vengativa, podría influir en el espíritu público en Israel. Eso, los israelíes serían capaces de escucharlo, pero sólo si de su lado activan su hemisferio judío para percibir la catástrofe producida por su voluntad —legítima, sin duda— de restablecer su fuerza de disuasión. La kiná israelí, lo sabemos, no fue escuchada en el exterior, ni siquiera en Europa. Pero esa sordera no justifica que no se escuche una lamentación palestina, si llegara a expresarse en términos audibles para el público israelí. El desequilibrio de su habitus clivé, revelado por el 7 de octubre, se reequilibraría. De ello podría derivar una inhibición del uso de la fuerza por parte del Estado de Israel y, con ella, a largo plazo, una transformación del espíritu público israelí más favorable a un compromiso territorial. Al menos, es razonable esperarlo.
Danny Trom
Con agradecimiento a nuestro traductor Julian Bedoya.
Notes
| 1 | La versión completa y su traducción al inglés: https://jewishcamp.org/wp-content/uploads/2024/08/Lamentations-Kinot-After-Oct-7-for-9-BAv-EngHeb.pdf |
| 2 | Texto original en hebreo:
קִינָה: אֵיכָה יָשְׁבָה בָּדָד אֵיכָה יָשְׁבָה בָּדָד אֵיכָה יָשְׁבָה בָּדָד אֵיכָה יָשְׁבוּ בָּדָד אֵיכָה יָשְׁבוּ בָּדָד אֵיכָה יָשְׁבוּ בָּדָד |
| 3 | Berl Katznelson: Anita Shapira, Berl : The Biography of a Socialist Zionist : Berl Katznelson 1887-1944, Cambridge University Press, 1984. |
| 4 | Disponible en inglés : Berl Katzenelson, B. (1934), « Revolution and tradition », The Zionist idea: A historical analysis and reader, 389-395. |
| 5 | Alusión a las masacres de 1929 de las que fueron víctimas los antiguos yishuv de Jerusalén y Hebrón. |
| 6 | Sobre el fenómeno cultural y político denominado «cananeo» : Jacob Shavit, The new Hebrew nation : a study in Israeli heresy and fantasy, London, Routledge, 1987. |
| 7 | Agradezco a Eyal Chowers, profesor de la Universidad de Tel Aviv, por señalarme este punto. |