La soledad del estudiante judío americano

El 26 de febrero de este año estalló una revuelta en el campus de la Universidad de California, en Berkeley, con motivo de la visita de un conferenciante israelí. Daniel Solomon, estudiante de doctorado en Historia y primer traductor al inglés de K., nos habla desde dentro del suceso y del ambiente amenazador en que se produjo. Mientras el auge del antisemitismo pone en tela de juicio el excepcionalismo estadounidense, Solomon examina la pérdida de ilusiones y la sensación de soledad que la acompaña.

 

El judío errante, Felix Nussbaum (1939)

 

En mi primera visita a las oficinas de K., una conversación con el redactor jefe, Stéphane Bou, quedó grabada en mi memoria. En aquella época, yo era un exuberante judío de Estados Unidos, alimentado por los humos de la era americana. Aunque era historiador del judaísmo francés, no lograba comprender la experiencia de los judíos franceses. En mi opinión, se habían metido en un callejón sin salida después de la Segunda Guerra Mundial, abandonando la ética asimilacionista franco-judía en favor de una forma de identificación más asertiva. Detestaba el ardiente sionismo de los judíos franceses e idealizaba a los dignatarios del Consistorio del siglo XIX: para mí, Francia era Sion. Me parecía que los judíos franceses se habían enajenado del resto de la población al insistir en el derecho a ser diferentes, y que su ferviente defensa de Israel había contribuido al antisemitismo, llevando al público y a nuestros enemigos a hacer una amalgama de los judíos en general y el Estado judío. Los judíos franceses habían sido los autores de su propia desgracia; la vuelta al israelismo era el camino de la salvación. Yo era entonces un niño y hablaba como tal. Stéphane me respondió con la paciencia de un paterfamilias. “Estás ordenando los acontecimientos al revés”, replicó. “No hemos desertado de Francia, ¿no es más bien Francia la que nos ha desertado a nosotros? Por supuesto, estaba Vichy, y luego me contó su experiencia en una manifestación tras el asesinato en 2006 de Ilan Halimi, un judío de los suburbios de París: “La manifestación estaba formada casi en su totalidad por judíos. Cuando el antisemitismo venía de la derecha, todo el mundo salía a la calle. Ese día, los judíos estaban solos”.

También en Estados Unidos estamos ahora solos.

Solos entre la multitud, abandonados por las autoridades

El 26 de febrero estalló una revuelta en la Universidad de Berkeley después de que Graduate Students for Justice in Palestine prometieran una reanudación del pogromo de Hamás. Refiriéndose al “Diluvio de Al Aqsa”, nombre en clave de Hamás para su matanza del 7 de octubre en el sur de Israel, los activistas colgaron un cartel en el que se leía “Inundar la Puerta de Sather” en la entrada principal del campus. Esa noche, los compañeros de viaje del grupo, Bears for Palestine, cumplieron su promesa al interrumpir un acto proisraelí con una manifestación que degeneró en disturbios. La multitud rompió cristales, entonó cánticos antisemitas y envió al menos a un estudiante a urgencias. Los participantes, incluido este autor, tuvieron que ser evacuados por un túnel subterráneo. Mientras corríamos hacia las entrañas del teatro, un amigo bromeó: “¡Aquí estamos en la misma situación que Yahya Sinwar!”

Al parecer, habíamos renunciado a nuestro derecho a la seguridad tras acudir a escuchar una conferencia de Ran Bar-Yoshafat, oficial de reserva de las Fuerzas de Defensa de Israel y habitual en el circuito de conferencias. La universidad había asegurado a las organizaciones judías del campus que respaldaban el acto que los agentes de policía repelerían cualquier intento de alboroto y harían valer nuestros derechos amparados por la Primera Enmienda. Pero la administración no hizo gran cosa para garantizar la seguridad del orador y del público, y menos aún para proteger su derecho a la libertad de expresión. Desfilando por el campus como una milicia, los alborotadores propalestinos se regocijaron en su victoria.

Los sucesos del mes pasado fueron noticia en todos los Estados Unidos, pero no se produjeron de la noche a la mañana: la revuelta antisemita remata meses de acoso, apología del terrorismo y estallidos ocasionales de violencia en el campus por parte del movimiento Free Palestine. La respuesta de la universidad a la revuelta y a los incidentes anteriores -una clase magistral de cobardía administrativa y duplicidad- es un mal presagio para el futuro de los judíos estadounidenses.

La campaña antisemita de Students for Justice in Palestine (SJP) comenzó el mismo día del pogromo de Hamás el pasado mes de octubre. Ese día, Bears for Palestine publicó una declaración en la que elogiaba a sus “camaradas de sangre y de armas” por sus operaciones “en la llamada ‘periferia de Gaza'”. La misma organización organizó entonces manifestaciones en las que los participantes proclamaron su deseo de “globalizar la intifada” y “liberar Palestina desde el río hasta el mar”. Los militantes, que llevaban máscaras y pañuelos palestinos, intimidaron a la escasa comitiva de contramanifestantes judíos, lo que a veces provocó pequeños altercados, como cuando un miembro del SJP intentó arrebatar una bandera israelí de las manos de alguien. Las manifestaciones tuvieron lugar en la plaza principal de la universidad, justo al lado del edificio universitario donde, en otoño, yo impartía un seminario de primer curso sobre la memoria de la Shoá. Estaba tan preocupado por la seguridad de mis alumnos que trasladé nuestras reuniones al Hillel del campus.

La respuesta de la universidad a estos acontecimientos ha sido tímida y plagada de falsas equivalencias. Carol Christ, rectora de la Universidad de Berkeley, reconoció a principios de noviembre que “el miedo está siendo generado por la retórica utilizada en algunas de las recientes manifestaciones en el campus”, una forma de expresión elocuente por su uso de la voz pasiva y su negativa a dar nombres. Mencionó la preocupación vinculada al antisemitismo, para inmediatamente después condenar el “acoso, las amenazas y el doxxing que han sufrido nuestros estudiantes palestinos y sus simpatizantes”. Incluso señaló que no debía equipararse las manifestaciones propalestinas en el campus al apoyo al terrorismo (lo que parece contradecir las declaraciones de los propios manifestantes). Christ terminó su declaración con un llamamiento a honrar el compromiso “duradero e inquebrantable” de la institución con la libertad de expresión.

En la Universidad de Berkeley, esta postura supuestamente inquebrantable respecto a la Primera Enmienda ha significado permitir que grupos propalestinos bloqueen las entradas al campus durante horas, semana tras semana, obligando a los estudiantes a sortear el cordón ilegal por caminos cubiertos de barro.

Los activistas propalestinos se quejan a menudo de una supuesta “excepción palestina” cuando se trata de respetar la Primera Enmienda. Pero en el campus de Berkeley el mes pasado, la “excepción israelí” estaba muy presente. Bears for Palestine hizo un llamamiento a los estudiantes para que detuvieran el acto organizado por Bar-Yoshafat, publicando su foto en las redes sociales y describiéndolo como un “peligroso asesino genocida”. En una desconcertante amenaza a otros estudiantes del campus, Bears for Palestine exclamó: “Asesinos genocidas fuera de Berkeley”.

El acto era casi imposible de localizar, ya que el lugar se había cambiado en el último momento para evitar altercados. Cuando llegué, unos cuantos estudiantes nerviosos comprobaban los carnés de identidad en la entrada. También estaba presente un delgado cordón policial. A final de cuentas, sólo un par de docenas de personas pudieron entrar en el edificio antes de los incidentes. Antes de que comenzara el acto, a las 18.30 horas, la multitud de Free Palestine rompió el cristal de la entrada, forzó una puerta para permitir la entrada de otros rebeldes y, a continuación, irrumpió en el auditorio. La policía, sin duda incómoda por las restrictivas normas de intervención de la universidad, sólo intentó brevemente bloquear el paso de los alborotadores. Vi cómo una de las intrusas se negaba a quitarse la máscara y a identificarse cuando se lo ordenó un agente de policía. En lugar de eso, sacó su teléfono, empezó a grabar y afirmó que el policía la estaba agrediendo. Nadie fue detenido esa noche.

La policía sólo tardó cinco minutos en capitular ante los alborotadores. Las grabaciones publicadas desde entonces muestran que el director del departamento les había dicho que no utilizaran el material antidisturbios y que se cancelaba el acto. Un representante de la facultad llegó para evacuarnos por un túnel subterráneo; yo acompañé fuera a una de mis antiguas alumnas, que estaba llorando. Yo no sabía nada en ese momento, pero pronto supimos que varios estudiantes habían sido agredidos y que a uno de ellos le habían escupido y llamado “sucio judío”.

La multitud saboreó su victoria con una marcha triunfal por el campus y una serie de publicaciones en Internet. La universidad envió este correo electrónico a todo el campus: “El acto está cancelado; cuando ejerzan su derecho a la libertad de expresión, por favor, cuiden de sí mismos y de los demás”. El mensaje no podía ser más claro: la intimidación y el espectro de la violencia colectiva reinan en esta institución. En una noche, la universidad contradijo cuatro meses de comunicación oficial.

La administración no ha recuperado ninguna credibilidad desde los disturbios. La respuesta inicial de Christ volvió a consistir en verborrea burocrática, evitando toda mención del antisemitismo como motivo y sin identificar a Bears for Palestine como responsable. Bajo el vago título de “Defender nuestros valores”, Christ lamentó que se hubiera impedido a “un orador de Israel” dar su conferencia. En declaraciones a Jewish Insider, el portavoz de la universidad, Dan Mogulof, explicó que esta elección se debió al deseo de no señalar a los objetivos de los disturbios. También vaciló sobre la cuestión de si la multitud era antisemita, estimando que si el incidente había estado “influido por el antisemitismo… eso no es lo mismo que decir que todos estaban motivados por este o comprometidos con este”. La universidad no mostró la misma reserva tras la muerte de George Floyd, expresando inmediatamente su “inquebrantable solidaridad con nuestra comunidad negra” y deplorando el episodio como “un asesinato racista”.

La administración no se atrevió a utilizar el término antisemitismo hasta una semana después de los disturbios. En un mensaje enviado el lunes siguiente, la rectora condenó la “expresión de antisemitismo” durante los disturbios y declaró que lo ocurrido “no era desobediencia civil pacífica”. Christ anunció que la universidad había iniciado una investigación penal (las autoridades federales han iniciado ahora su propia investigación) sobre la manifestación. Pero ese mismo día dio marcha atrás en un segundo comunicado, sugiriendo que la manifestación no era del todo reprobable: “La gente también debe tener en cuenta que las acciones de unos pocos dentro de un movimiento o manifestación no representan las perspectivas o valores de toda una comunidad. La desobediencia civil puede coexistir dentro de un acto aunque algunos o una minoría vayan demasiado lejos”. La rectificación parcial de Christ no bastó para apaciguar a los organizadores de la “desobediencia civil”. Bears for Palestine se presentó como víctima de un “racismo antipalestino profundamente sistémico”; Graduate Students for Palestine gritó que las acciones de la universidad demostraban que la “comodidad sionista” tenía prioridad sobre las “muertes palestinas”.

La administración no tardó en añadir acciones solapadas a las palabras evasivas. A pesar de las promesas en sentido contrario, se autorizó a BFP y GSJP a celebrar sus actos en el marco de la “Semana del Apartheid”, el carnaval anual del SJP de hostilidad hacia el Estado judío. Las organizaciones bloquearon la mayor parte de la entrada principal al campus con pancartas, cuerdas y cinta de seguridad. Los judíos de Berkeley se vieron obligados a abrirse paso entre la multitud hostil, al son de altavoces que emitían ruidos de drones y una voz “israelí” generada por inteligencia artificial que se jactaba de lanzar bombas sobre Gaza. Militantes enmascarados acosan a los estudiantes judíos que se acercan a la barrera, plantándoles cámaras en la cara y bloqueándoles la visión con kufiyas. En lugar de retirar la instalación, la policía del campus se apostó allí para protegerla.

Image de la manifestation antisioniste à Berkeley le 26 février, NBC/Youtube
Antisemitismo incrustado en la enseñanza académica

Los excesos de la universidad se han extendido a la mayoría de los rincones del campus, incluido el mío, el departamento de historia donde soy doctorando. La historia ha sido un microcosmos de un fracaso institucional más amplio, en el que la “imparcialidad” y el “anticolonialismo” se utilizan como escudos para un antisemitismo flagrante. La respuesta administrativa ha sido igualmente desastrosa.

Si los estudios superiores tienen una función, es la de garantizar una confrontación seria de ideas, especialmente en una institución tan prestigiosa como Berkeley. Pero aquí, como en todas partes, el “anticolonialismo” y la “imparcialidad” no sirven como base para una investigación seria, sino como excusa para regodearse en la ignorancia. La nueva moda en el mundo académico es rechazar el Estado judío como una extrusión colonial de Europa; Israel debe ser aborrecido del mismo modo que la Argelia francesa o Rodesia. Al hacerlo, se desvanece la necesidad de comprender la historia particular de los judíos, la Shoá y la posterior crisis de los refugiados, así como el mosaico de la sociedad judía contemporánea en Israel. La extrema izquierda ha denunciado incluso el uso del término “complejidad” porque serviría como una cortina de humo para ocultar los males del Estado judío. El atractivo de lo que Harold Bloom ha llamado “la escuela del resentimiento” reside en su capacidad de convertir la ignorancia en virtud. Aquí, en el departamento de Historia de la Universidad de Berkeley, el presidente de la sección local de la escuela del resentimiento es Ussama Makdisi, que atrae a su paso a una verdadera camarilla de estudiantes de doctorado. Escribió sus primeros libros sobre el Imperio Otomano en el siglo XIX, pero desde entonces ha vuelto a su verdadera pasión: atacar a los judíos. Incluso antes del pogromo de Hamás, su cuenta en X rebosaba denuncias de la “depravación” de los “académicos liberales” que apoyan al Estado judío. También dijo en un aula llena de estudiantes que los judíos deberían haber fundado su Estado en la Alemania de posguerra. La oficina de prensa de la universidad le recompensó con un artículo en el que se le elogiaba por “ofrecer a los estudiantes una perspectiva única de la historia palestina contemporánea” y por “dar prioridad al pueblo”.

Desde el pogromo de Hamás, su verborrea en X se ha vuelto cada vez más vehemente: ha acusado a Israel de “perseguir” niños palestinos “en nombre de Ana Frank”, ha elogiado a Dave Chappelle por sus actuaciones cómicas antisemitas, se ha burlado de los judíos de la diáspora tachándolos de “narcisistas” por preocuparse por su seguridad y ha declarado que él “podría haber sido uno de los que rompieron el cerco el 7 de octubre”. Arengó a las multitudes que se congregaron en el campus para “liberar Palestina” y participó en una serie de actos con Bears for Palestine. El pogromo de Hamás y la guerra de Gaza han disparado su reputación como celebridad académica: su número de suscriptores ha pasado de 12.000 a 28.000 en X, donde promociona su último libro, The Age of Coexistence. En este volumen, delira sobre la supuesta “convivencia” en el Levante del siglo XIX, arruinada por el sionismo… Desde la revuelta, ha defendido a los agitadores del campus en multitud de mensajes en X. Elogiando un artículo de opinión del Daily Californian que intentaba “contextualizar” el incidente, afirmó que todo el alboroto no era más que una estratagema para desviar la atención del “genocidio” en Gaza. En una carta enviada el mismo día, denunciaba “la campaña de acoso, intimidación y manipulación narcisista que está teniendo lugar en nuestros campus… para asegurarse de que no hablemos del espantoso genocidio de palestinos por parte de Israel”. Los estudiantes judíos, insinuó, habían orquestado una revuelta contra ellos mismos como parte de una astuta estrategia de relaciones públicas.

En los días siguientes al pogromo de Hamás, Makdisi canceló uno de sus cursos para estudiantes de doctorado de primer año e instó a la clase a asistir a su “teach-in” (organizado con BFP), en el que “historizaría” y “contextualizaría” los acontecimientos del 7 de octubre. A continuación, el acto se anunció en la lista de correo de los doctorandos, en la misma cadena de correos electrónicos que una reunión sindical. Cuando protesté, señalando la vehemente defensa del pogromo de Hamás por parte de la sección SJP del campus, un grupo envió una carta dirigida contra mí al director del departamento. “Rechazamos las afirmaciones hechas dentro de nuestra propia comunidad de que aprender sobre la historia de Palestina equivale a terrorismo o apología del terrorismo”, escribieron los firmantes, que representan aproximadamente a la mitad de los estudiantes de tercer ciclo. La carta no menciona a las víctimas del pogromo de Hamás: “Lloramos por todas las vidas que se han perdido y las que se perderán como consecuencia del brutal castigo colectivo del Estado israelí”. Los firmantes, que salpicaban su carta con la habitual acusación de “supremacía blanca” (dirigida en este caso a quienes habían deplorado el pogromo de Hamás), hablaban de “nuestra obligación de escuchar a los académicos cuyas investigaciones y experiencias vividas están en el corazón de estas cuestiones [Palestina y los palestinos], y nuestra responsabilidad de garantizar que sus voces sean escuchadas”. Los firmantes defendían a su mentor. Los carteles de los rehenes en el edificio de nuestra universidad fueron rápidamente arrancados por los estudiantes, y algunos miembros del departamento crearon el grupo Graduate Students for Justice in Palestine, autores del cartel “Flood Sather Gate”.

Los intentos de los estudiantes judíos de explicar por qué estas acciones eran ofensivas e inapropiadas se encontraron rápidamente con un ostracismo cada vez mayor por parte de sus compañeros, lo que provocó su retirada gradual de los espacios y eventos departamentales. El antisemitismo obligó a un amigo judío a abandonar el departamento, después de que la mayoría de sus compañeros de primer curso afirmaran que “toda resistencia está justificada para cualquiera que tenga moral”. Otra amiga me dijo que no volvería a nuestra biblioteca porque “la gente que está allí quiere a mi familia muerta”. Recibí un correo electrónico de un colega que decía: “No debes sentirte solo… todo el complejo militar-industrial te apoya. Enviaremos otro portaaviones para enjugar tus lágrimas”. En un mensaje posterior, añadía: “No soy antisemita; sólo estoy cansado de que gastemos nuestra sangre y recursos en vuestra guerra religiosa”.

A pesar de la preocupación existente en el departamento por esta situación, los administradores sostuvieron que la libertad académica y los procedimientos institucionales les impedían adoptar una postura clara contra el antisemitismo que prolifera entre nosotros y contra quienes lo instigan. Estos mismos administradores también han distorsionado sistemáticamente el problema presentándolo como un asunto de respeto a las normas de civismo en el contexto de una intensa disidencia política. Los estudiantes judíos a veces tenían la sensación de estar hablando con una pared de ladrillo, intentando explicarles que no era así.

El departamento de Historia, como la universidad en su conjunto, ha sido mucho más virulento en su lucha contra el racismo contra los negros. Tras la muerte de George Floyd, los presidentes de entonces hicieron su mea culpa: “Nuestro departamento, como nuestra universidad, no es lo suficientemente diverso”, escribieron. “Tenemos la obligación de convertirnos en una comunidad antirracista, y nos comprometemos a perseguir ese objetivo”. Parece que ningún imperativo de este tipo se aplica al antisemitismo.

Los disturbios de Berkeley suscitan serias dudas sobre la lucha contra el creciente antisemitismo en Estados Unidos. Algunas de las herramientas de que disponemos para combatir el racismo en Estados Unidos -en particular la burocracia de la Diversidad, la Igualdad y la Inclusión que domina los campus y las empresas estadounidenses- no están a la altura de las circunstancias. Para la derecha y el centro, el antagonismo entre la “igualdad” y la lucha contra el antisemitismo prácticamente se ha puesto de manifiesto. Audre Lorde, teórica de la interseccionalidad, proclamó en una ocasión que “no hay jerarquía de opresiones”. Sin embargo, la razón de ser de la izquierda militante es un giro posmoderno de “los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos”. Los judíos, considerados blancos o incluso “superblancos”, son relegados a la parte inferior de la nueva jerarquía; el antisemitismo se considera, en el mejor de los casos, una preocupación menor y, en el peor, una falta excusable por parte de los dominados. Los programas de diversidad, igualdad e inclusión, que promueven la discriminación positiva y otras políticas “que tienen en cuenta los aspectos raciales” como remedio para la discriminación del pasado, también se dirigen directamente contra el ethos político dominante para los judíos tras la emancipación, que no era tanto el socialismo como el liberalismo. La emancipación en la Europa de los siglos XVIII y XIX se basaba en la idea de que los judíos debían ser considerados primordialmente como individuos, no como miembros de una masa amalgamada. A pesar de la ambivalencia en el corazón de la emancipación, la ética liberal permitió a los judíos europeos ascender a la vanguardia del comercio, la cultura y la economía del continente en pocas generaciones. El antisemita, entonces como ahora, cuenta cabezas: cuántos judíos hay en tal o cual profesión o institución. Tanto el supremacista blanco del corazón de Estados Unidos como el radical universitario despierto ven la “sobrerrepresentación” como una prueba ipso facto de intenciones nefastas y conspiración.

Las organizaciones judías han respondido al aumento del odio contra nuestra comunidad tratando de incluirlo en los programas de Diversidad, Igualdad e Inclusión, incorporando la educación sobre el antisemitismo a su formación contra los prejuicios. En Berkeley, el decano encargado de la diversidad envía ahora correos electrónicos con motivo del Mes de la historia judía, que se han añadido a la rotación de otras comunicaciones vitales sobre el “Mes del empoderamiento transgénero y no binario” y “Convertirse en una institución próspera para los LatinX”. Es de suponer que la oficina de diversidad está de acuerdo en que su misión de “perpetuar la belleza en medio de la injusticia” mediante “soluciones operativas que conduzcan a un cambio transformador” incluye la lucha contra el antisemitismo. Pero la ampliación de la burocracia DII parece una solución dudosa al problema planteado: existe un riesgo considerable de alimentar el antiliberalismo del que se nutre el antisemitismo. La lucha contra el antisemitismo y el “antirracismo” han sido concebidos como predicados mutuamente excluyentes. La disparidad en el tratamiento del antisemitismo y el racismo contra los negros por la DII no hace sino corroborar este hecho, indicando hacia qué lado se inclina la balanza. La DII y la “descolonización” también se refuerzan mutuamente en su afirmación compartida de que los grupos históricamente desfavorecidos tienen más valor moral y más derechos que otros, incluido el “derecho” a cometer actos de violencia insensatos.

Des étudiants antisionistes bloquent une des portes de l’Université de Berkeley le 27 février 2024, au lendemain de la manifestation ayant virée à l’émeut
¿El fin de la excepción estadounidense?

El público europeo podría sorprenderse al saber cuántos discursos odiosos se han pronunciado en el campus de Berkeley en ausencia de toda sanción legal. Esto se debe, por supuesto, a la ambivalente bendición de la Primera Enmienda, que protege a los estadounidenses de las frívolas demandas por difamación que suelen verse en los tribunales europeos, pero que también permite que se aireen en público las formas más virulentas de racismo y antisemitismo. Los estadounidenses se enorgullecen de la incomparable protección de la libertad de expresión en su país, aunque no sea tan libre como parece: muchas formas de expresión permitidas por la ley suelen estar sancionadas por los empresarios, las asociaciones profesionales y otras instituciones de la sociedad civil. Ninguna otra disposición de la Constitución estadounidense es más venerada que la Primera Enmienda (con la posible excepción de la Segunda Enmienda, que garantiza el derecho a portar armas). En Estados Unidos, se dice, no necesitamos las leyes contra la incitación al odio que existen en Europa: el Nuevo Mundo no tiene por qué cargar con el fatídico legado del Holocausto. Esta idea pierde parte de su atractivo cuando vemos que las formas más odiosas de discurso conducen directamente a la violencia física. Estados Unidos ha conocido un número creciente de episodios en los que este fenómeno es visible, desde la masacre de judíos en Pittsburgh hasta la marcha supremacista blanca de Charlottesville. Para mí, la Primera Enmienda sigue siendo sacrosanta: me ofende visceralmente la idea de que la policía y los tribunales deban opinar sobre qué tipo de carteles se pueden exhibir en una manifestación. Pero los estadounidenses ya no pueden sentirse tan altivos como antes con Europa y sus leyes contra la incitación al odio.

Cuando estallaron las primeras manifestaciones masivas en el campus a finales de octubre, envié este mensaje a un mentor. “Esta manifestación es la perfecta encarnación de la condición judía. Un grupo minúsculo, asediado, se parapeta tras la más mínima ‘protección’ policial, mientras unos maníacos genocidas nos acusan de genocidas; la mayoría de los espectadores siguen su camino”, escribí sin aliento desde la barrera de la contramanifestación. “Es la carga de mi generación, creo, resignarnos al hecho de que la posguerra estadounidense ha sido un paréntesis en el que la existencia judía era incuestionable. El judaísmo ha vuelto a convertirse en una corona de espinas”.

Sigo suscribiendo esta idea: la temeraria exención del judaísmo estadounidense de uno de los leitmotiv de la existencia judía -la persecución y la exclusión- se ha deshecho definitivamente. Eminentes analistas están de acuerdo: The Atlantic acaba de publicar un artículo en portada titulado “La edad de oro del judaísmo estadounidense llega a su fin”. En respuesta a la creciente hostilidad hacia los judíos en las universidades de la Ivy League, el director general de la Conferencia de las principales organizaciones judías estadounidenses citó el precedente de los judíos estadounidenses de antes de la guerra que fundaron instituciones paralelas como la Universidad Brandeis y el Hospital Monte Sinaí de Nueva York. La secesión o la expulsión de la sociedad no están excluidas: el fenómeno ya es perceptible a microescala, aquí en el campus. Muchos estudiantes judíos de Berkeley se han convertido en auténticos reclusos en Hillel. A veces me he sentido tan agotado explicando a los no judíos que el antisemitismo es un enemigo con mil caras -y que a menudo adopta la forma de antisionismo- que yo también me he retirado a los espacios judíos.

En otra época, otro judío estadounidense -mucho más eminente que éste- acuñó la expresión “el hombre de fe solitario“. Joseph Soloveitchik, el mayor teólogo estadounidense de la ortodoxia moderna, quiso evocar así el aislamiento del judío a la hora de conciliar los aspectos materiales y espirituales de su ser. Al apropiarme de esta expresión, apunto a algo más concreto: la brecha que se ensancha entre los judíos estadounidenses y nuestros vecinos a causa del antisemitismo. Me siento solo. Y todos nos estamos volviendo solitarios.


Daniel Solomon

Daniel J. Solomon es doctorando en Historia por la Universidad de California, Berkeley.