Bajo el gobierno de Netanyahu y como consecuencia de la guerra en Gaza, el Estado de Israel se ha visto cada vez más aislado en la escena internacional. El primer ministro israelí, aficionado a las políticas de poder y a las bravuconadas viriles, quería convertirlo en un motivo de orgullo: «Nos convertiremos en una super-Esparta», prometió. Pero Danny Trom se pregunta: ¿no es la soberanía espartana una pseudo-soberanía, en particular para el pueblo judío? Al examinar las lecciones políticas que Hannah Arendt extrajo de la historia judía, el sociólogo identifica las exigencias que se imponen al Estado hebreo si quiere asegurarse una autonomía más duradera.

El acuerdo sobre la liberación de los rehenes y el fin de la guerra en Gaza, logrado bajo los auspicios del presidente de Estados Unidos, se celebró con euforia en la Knesset. Este espectacular acontecimiento estuvo marcado por dos motivos evidentes. Por un lado, el alivio por el regreso de los rehenes y la gratitud unánime hacia Trump, al que se ha calificado como el «nuevo Ciro», el rey extranjero que liberó a Israel. Por otro lado, el malestar ante el dominio absoluto de Estados Unidos, que tiene al Estado de Israel en sus manos y lo convierte en su vasallo, como ilustraba la ostentosa deferencia hacia Trump. El alivio teñido de malestar revela la verdad del momento: el Estado de Israel se encuentra más que nunca bajo el amparo de la mayor potencia de la época, a la que parece estar casi totalmente subordinado. Esto contradice frontalmente la reciente y tan comentada declaración de Netanyahu de que «nos convertiremos en una super-Esparta». Lanzada como un desafío -poco antes de terminar la guerra- ante el creciente aislamiento, la frase del primer ministro causó gran impacto.
Pero si nos tomamos la molestia de revisar completamente la frase pronunciada, el mensaje era más vacilante: «Nos convertiremos en Atenas y en una super-Esparta. […] No tenemos otra opción».
Atenas contra Esparta: la metáfora fundacional
En nuestro imaginario europeo, Atenas y Esparta no son solo dos ciudades antiguas enfrentadas. No importa lo que fueran en realidad: funcionan como significantes que se oponen en todos los aspectos. Atenas es el nombre de la democracia, Esparta el de la oligarquía militar. Atenas connota libertad y apertura al mundo, Esparta autoritarismo y autarquía. Atenas es el lugar del pensamiento, Esparta el de la guerra. Planteada así, la polaridad excluye la posibilidad de ser Atenas y Esparta a la vez. El devenir espartano del Estado de Israel, en un mundo moderno que tiene a Atenas como ideal, obliga entonces a Netanyahu a precisar que Israel también es Atenas. Pero dado que Atenas y Esparta representan dos realidades, una alabada y otra denostada, el primer ministro evoca el espectro de la degeneración de Israel-Atenas en Israel-Esparta, para quien observa la política interna de este Estado desde que la actual coalición gubernamental está en el poder.
Arendt concluye que el entendimiento con los árabes es la condición misma para salvar el hogar nacional judío: o bien la guerra destruirá el Estado surgido, arrastrando consigo al hogar en su naufragio, o bien su victoria lo condenará a convertirse en una Esparta a su pesar, lo que equivale a la destrucción espiritual del hogar nacional judío.
De hecho, el Estado de Israel, desde su nacimiento y a pesar de haber surgido en medio de la guerra, siempre se ha considerado a sí mismo como una super-Atenas en ciernes, desafortunadamente acorralada por una creciente militarización. Su declaración de independencia estableció desde el principio, de manera inequívoca, el principio de igualdad de todos los ciudadanos y el compromiso con la paz con sus vecinos. A pesar de la extrema heterogeneidad de su población, en particular de un importante componente árabe-palestino, y a pesar de las incesantes agresiones externas a las que se ha enfrentado desde su aparición, el Estado de Israel se dotó, desde el momento de su proclamación, de la arquitectura de una democracia representativa. Y el Tribunal Supremo, piedra angular del Estado de derecho -que en sus orígenes no tenía competencias tan amplias como las actuales-, ya era capaz de frenar al ejecutivo en materia de guerra. A largo plazo, Israel ha logrado ajustarse cada vez más al espíritu de Atenas, perfeccionando la democracia moderna en sus diversas facetas.
La coalición actual liderada por Netanyahu tiene algo inédito: al desencadenar la crisis de la reforma judicial, ha invertido por primera vez esta tendencia, frenada sin embargo por una protesta popular y sectorial de gran envergadura. Que Israel quiera seguir siendo Atenas es sin duda el deseo de la gran mayoría de los israelíes, pero en boca del primer ministro, este deseo parece puramente retórico. Se estrella contra una realidad que lo contradice frontalmente. Las medidas ya adoptadas o anunciadas por este Gobierno desmienten simplemente la intención de alinearse con ese ideal llamado Atenas, manifestando continuamente la voluntad de desviar al Estado de Israel de su trayectoria histórica.
El Estado de Israel, desde su nacimiento, a pesar de haber surgido en medio de la guerra, siempre se ha considerado como una super-Atenas en ciernes, desafortunadamente abocada a una creciente militarización.
Sin embargo, Atenas, al igual que Esparta, se dedica a la guerra. La democracia no la excluye en absoluto. Pero se presenta como una guerra de ciudadanos que protegen la ciudad que forman, mientras que Esparta, gobernada por una casta militar, hace de la guerra el arte político por excelencia. Por lo tanto, no es casualidad que Israel se asocie positivamente con Esparta en el discurso del primer ministro, aunque este espere que esta comparación se perciba exclusivamente como una correlación de los vínculos del Estado de Israel con el mundo exterior que lo aísla. Porque la movilización de los ciudadanos supone la democracia, ya que cada combatiente se adhiere a los objetivos de la ciudad en la medida en que proceden de la voluntad general. En este caso, la discordia que el poder destila regularmente en la sociedad israelí debilita este proceso.
Por lo tanto, convertirse en Esparta desde el punto de vista de la relación del Estado con el mundo exterior impide que ese mismo Estado siga siendo Atenas desde el punto de vista de la política interior. Y la coalición actual, al erosionar los mecanismos que controlan, limitan y eventualmente obstaculizan el poder del ejecutivo, modificando así el equilibrio de poderes, trabaja obstinadamente para aumentar la fuerza de la ciudad que, por etapas, casi imperceptiblemente, podría despertar algún día como una super-Esparta que en realidad será una sub-Atenas. Por eso las manifestaciones, masivas en Israel desde que el actual Gobierno está al mando, reclaman el rescate de la democracia, es decir, del Estado de Israel tal y como era en el momento de su nacimiento.
Hannah Arendt y el espectro de la Esparta judía
Salvar al Estado de Israel: esto se hace eco del artículo de Hannah Arendt «Para salvar el hogar nacional judío», escrito tras la resolución del 29 de noviembre de 1947 de la Asamblea General de las Naciones Unidas que recomendaba la división del Mandato Británico de Palestina entre un Estado judío y un Estado árabe, pero antes de la Declaración de Independencia del Estado de Israel el 14 de mayo de 1948. En este periodo decisivo, Arendt advierte de que el sionismo se encuentra en una encrucijada: un camino conduce a la creación de un Estado para los judíos, con el riesgo de destruir el Yishuv (la sociedad judía de Palestina) en la guerra; el otro, hacia la preservación del Yishuv, lo que supone un acuerdo con los árabes y, por lo tanto, la renuncia a crear un Estado separado. La alternativa planteada por Arendt es simple: si el Yishuv se convierte en un Estado independiente, tendrá que enfrentarse militarmente a sus vecinos árabes, decididos a combatirlo, con el riesgo de su destrucción. La posibilidad de que se cree un Estado para los judíos es inminente, ya que según observa Arendt, esta opción es deseada por las fuerzas dominantes del Yishuv y por el mundo judío, que en su mayoría la apoya. Arendt considera que esta opción es poco realista porque es suicida, teniendo en cuenta el equilibrio de fuerzas tal y como se presenta en el momento en que escribe. Si por casualidad este Estado fuera destruido en la guerra, sería el fin del hogar nacional del que procede. Esta destrucción, piensa Arendt, sería una catástrofe «inimaginable», la mayor que podría abatirse sobre el mundo judío, tal vez el punto de partida de la disolución del propio pueblo judío.
Pero en este momento crucial, en el que se vislumbra en el horizonte un Estado para los judíos, Arendt da un paso más, que ya había esbozado en su famoso artículo «Sionismo reconsiderado», publicado en Menorah en 1945: si este Estado sale victorioso de la guerra, hipótesis que ella considera seriamente (y que efectivamente resultó ser la correcta), quedará aislado, asediado por todas partes, expuesto a la hostilidad incesante de sus vecinos árabes. Entonces, prevé, estará completamente absorto en la lucha por su supervivencia y condenado a ser un Estado tribal «espartano». El futuro espartano de este Estado lo aislará tanto de su entorno regional como del mundo judío en su componente sionista y no sionista, porque se alejará de las expectativas judías alimentadas a lo largo del exilio del pueblo. La figura del pionero sionista, capaz, según su propia expresión, de «maravillosos logros», será sustituida por la del soldado dedicado esencialmente al combate. Apostado en las fronteras, con la mirada fija en el peligro exterior, se alejará de su obra ya parcialmente realizada, lo que conducirá a su desintegración. Arendt concluye que el entendimiento con los árabes es la condición misma para salvar el hogar nacional judío: o bien la guerra destruirá el Estado surgido, arrastrando consigo al hogar en su naufragio, o bien su victoria lo condenará a convertirse en una Esparta a su pesar, lo que equivale a la destrucción espiritual del hogar nacional judío.
La pseudo-soberanía y la trampa del protectorado
Evidentemente, Arendt se equivocó. Al final, ocurrió lo contrario. Fue el Estado el que salvó el hogar nacional. Es cierto que se militarizó para hacer frente a la agresión de sus vecinos, pero sin renunciar a sus raíces atenienses. En este caso, no es tanto que Arendt evaluara mal las relaciones de fuerza sobre el terreno en ese período caótico, ya que la victoria del yishuv, convertido en el Estado de Israel, era en aquel momento objeto de una duda generalizada. Lo que lleva a Arendt a un diagnóstico erróneo es que, de las dos décadas de guerra civil latente en Palestina, que inclinaron irresistiblemente una pendiente en la que el Estado separado parecía el único punto de llegada posible, no saca una conclusión realista.
En retrospectiva, lo que nos parece poco realista es su defensa de una solución federalista (o binacional) al conflicto. El hecho de que Arendt se oponga, por principio, a cambiar el Yishuv, la sociedad judía de Palestina, por la forma de Estado, se deriva de su visión general del mundo de la posguerra, que expresa ya en 1945: el único «antídoto» contra el regreso del «cadáver andante» que es el Estado soberano, definitivamente desacreditado en Europa, es la reorganización federativa del mundo.[1] Por eso, en estas circunstancias, se alinea con la posición del efímero partido Yijud, formado por miembros del Brith Shalom, cuyo portavoz es Yehuda Magnes, presidente de la Universidad de Jerusalén. El futuro estatal del Yishuv implica para ella -en el contexto beligerante de Oriente Medio- el futuro espartano de este Estado judío si llegara a producirse.
El futuro espartano del Estado de Israel lo aislará tanto de su entorno regional como del mundo judío en su componente sionista y no sionista, porque se alejará de las expectativas judías alimentadas a lo largo del exilio del pueblo.
En retrospectiva, lo que el Estado de Israel ha demostrado es que el estado de guerra permanente es compatible con la democracia. Y que el estado de emergencia continuo en el que ha tenido que instalarse no ha destruido el Estado de derecho. A veces se ha trasladado al Estado de Israel esta fórmula, atribuida al ministro prusiano Friedrich von Schrötter (o a Octave Mirabeau), según la cual «Prusia no es un Estado con un ejército, sino un ejército con un Estado». Es cierto que Tsahal constituye uno de los pilares del Estado de Israel y que la carrera militar ha sido a menudo un trampolín para las carreras políticas más importantes. Sin embargo, los militares obtuvieron su credibilidad por su posición de jefes de guerra, pero no su legitimidad. Y mientras que en Prusia el cuerpo de oficiales superiores estaba copado por la aristocracia, en el ejército israelí el mando lo ocupaba la élite laborista procedente de los kibutz. Aquí no hay nada más alejado de la estética del Estado prusiano militarizado: Tsahal no desfila al paso de la oca ni se exhibe en desfiles; como mucho, el día de la fiesta de la independencia se ve el cielo surcado por la fuerza aérea, como para señalar que Israel tiene un gran alcance. Dentro del ejército no se practica el saludo militar, y los soldados llaman a sus oficiales por sus nombres de pila. La informalidad de las relaciones en el ámbito militar indica que este ejército de reclutas y reservistas sigue firmemente arraigado en una sociedad democrática particularmente animada.
Sin duda, Arendt se equivocó, y ella lo sabe. Prueba de ello es que, en junio de 1967, tras la Guerra de los Seis Días, confesó a su amiga Mary McCarthy su angustia ante la posibilidad de que el Estado de Israel fuera destruido por sus vecinos. Probablemente se había dado cuenta de que, bajo el Estado de Israel, el hogar nacional que quería salvar seguía existiendo.
Queda por saber qué entiende Arendt por la «pseudo-soberanía» del Estado judío, cuyo advenimiento teme. Podemos entenderlo en un sentido amplio: ¿no es la soberanía una cualidad puramente formal de todo Estado, mientras que en la práctica este se inserta en un mundo de interdependencias generalizadas que limitan su alcance? Esta pseudosoberanía sería entonces la de todo Estado, salvo quizá la de una gran potencia capaz de liberarse de toda limitación. Por otra parte, si tal Estado existiera, para ser «realmente» soberano, lo sería de forma absoluta, en detrimento de la pluralidad de un mundo compuesto por naciones. La experiencia histórica demuestra que también sería criminal. Arendt insiste en ello en los escritos dedicados al totalitarismo que la han hecho famosa.
Pero la «pseudo-soberanía» tiene, en lo que a nosotros respecta, un significado más específico. Porque Arendt aborda el conflicto de Oriente Medio desde el punto de vista de la política judía. La pregunta que plantea es cómo afectará a la política judía la aparición de un Estado para los judíos. Los judíos, una minoría dispersa, se vieron obligados, en todos los lugares donde residían y en todas las épocas, a someterse colaborando con los poderes del Estado, poniéndose así bajo su dependencia. Partiendo de esta constatación de la precariedad de los judíos, Arendt considera que el sionismo promovido por Herzl es la primera expresión moderna de una política judía activa, desvinculada de los poderes establecidos. Su admiración por Herzl se debe a este gesto audaz: una iniciativa política destinada a liberar a los judíos de su habitual sumisión, totalmente vertical, enteramente reactiva, hecha de súplicas y deferencia hacia los poderes establecidos.
La admiración de Arendt por Herzl se debe a este gesto audaz: una iniciativa política destinada a liberar a los judíos de su habitual sumisión, totalmente vertical y reactiva, basada en la súplica y la deferencia hacia los poderes establecidos.
Con el sionismo, la política judía reactiva se transforma así en una potencia activa. Y es precisamente en este proceso, aunque deseable, donde la política judía, advierte Arendt, podría perderse, volviendo a caer en sus antiguos errores. Es aquí donde la expresión «pseudo-soberanía» adquiere un significado específicamente judío: el pequeño Estado surgido del Yishuv, rodeado por todas partes, caerá necesariamente bajo la dependencia y la voluntad de una gran potencia. Se convertirá entonces en su servidor. En el momento en que Arendt escribe, podría ser la Unión Soviética, pero en el futuro tal vez Estados Unidos, intuye ella. «Pseudo-soberanía» significa aquí que la existencia del pequeño Estado estará supeditada a la voluntad de un gran Estado protector. No es que vaya a fracasar como Estado, sino que, en lo que respecta a las coordenadas de la política judía, acabará siendo regresivo.
Porque la supuesta soberanía adquirida, puramente formal, no será en realidad más que una máscara de la heteronomía, advierte Arendt. La soberanía conlleva sin duda una parte de ilusión, pero como se ha señalado, esto es válido para cualquier Estado. En cambio, para los judíos, será un fracaso estrepitoso, ya que equivaldría a una regresión a una etapa pasada de la condición política de los judíos, antaño determinada por una inseguridad crónica y la búsqueda de un protector, algo que el sionismo pretende superar. Aquí se ve inmediatamente por qué Arendt considera que solo el entendimiento y la cooperación con los vecinos árabes pueden conjurar este retroceso: una alianza horizontal con los vecinos árabes, forjada en el proceso de descolonización, haría innecesaria cualquier alianza vertical con una gran potencia. Al abolir, o al menos atenuar, la hostilidad exterior de sus vecinos, se perfila aquí un plan de autonomía más seguro y duradero.
Por lo tanto, en lugar de hacerse ilusiones con la forma de Estado, la independencia de la sociedad judía de Palestina se verá reforzada al integrarse en un entorno más acogedor: «Un hogar que mi vecino no reconoce ni respeta no es un hogar, sino una ilusión, hasta que se convierte en un campo de batalla», escribe Arendt en 1945 en un artículo que lleva por subtítulo «Fundamentos para una política judía».[2] Pero Arendt finge aquí ignorar que la hostilidad árabe hacia el Yishuv fue constante, mientras que, hasta mediados de la década de 1930, el movimiento sionista no contempló, ni abierta ni secretamente, la creación de un Estado para los judíos. De no ser así, la alternativa no se le plantearía a Arendt de forma tan aguda en el momento en que toma posición.
El Estado refugio que ha surgido no elimina el problema de la tutela definitiva, en un contexto en el que la presión de sus vecinos se ejerce sobre él de forma continua. Obligado a establecer una alianza vertical con la mayor potencia del momento, es decir, con los Estados Unidos, el Estado de Israel parece estar ahora al borde de la tutela.
Esta postura se resume así: renunciar al Estado separado es la única vía que permite liberar a los judíos de su tutela. De ello se deduce que la lógica de la aceptación condicional de los judíos, que caracteriza la situación política de la diáspora, debe ceder ante la lógica horizontal del reconocimiento mutuo en la que debe comprometerse el Yishuv. Que este camino se viera obstruido y que el Estado resultante no se convirtiera en una nueva Esparta no significa, sin embargo, que los términos del problema definido por Arendt sean obsoletos. Porque iluminan el proyecto sionista a la luz de la política judía, si admitimos que el sionismo pretendía efectivamente liberar a los judíos de toda tutela protectora.
El Holocausto fue la demostración de tal necesidad. Y, efectivamente, el Estado de Israel refleja este movimiento de autoprotección, en el sentido de que ahora aparece como el refugio que los judíos se han dado a sí mismos para que permanezca abierto a su acogida. Es probable que un hogar nacional no hubiera podido cumplir esta función. Pero el Estado-refugio que se ha creado no borra el problema de la tutela definitiva, en un contexto en el que la presión de sus vecinos se ejerce sobre él de forma continua. Obligado a establecer una alianza vertical con la mayor potencia del momento, es decir, con los Estados Unidos, el Estado de Israel parece ahora al borde de la tutela. Dado que todo poder estatal es voluble —los judíos lo han experimentado a lo largo de su exilio—, la propia existencia del Estado judío se ve entonces, en tiempos de crisis, suspendida a la buena voluntad de un protector a veces inconstante. Arendt, ya en 1945, percibe claramente el significado histórico que tendrá la política sionista si vuelve a ocupar el lugar de servidora de los intereses de una potencia extranjera: «El resultado sería un retorno del nuevo movimiento a los métodos tradicionales de la chtadlanouth [diplomacia judía tradicional] que los sionistas han criticado tan vivamente y denunciado con tanta violencia».[3] Así pues, la política sionista no habrá sido más que una duplicación, en la arena internacional, de la política judía siempre en busca de una tutela protectora.
Por una super-Atenas: el otro camino de Israel
Por lo tanto, el futuro espartano que Netanyahu tanto alaba es puramente ilusorio, si por ello entendemos lo que él pretendía, es decir, la autarquía económica y militar, ya que, en realidad, el aislamiento que preconiza equivale a la alienación del Estado de Israel respecto a los intereses de los Estados Unidos. La autarquía de Esparta se basaba en realidad en conquistas militares incesantes, y suponemos que Netanyahu no concibe el futuro de Israel de esta manera. Por otra parte, hay una constante en la política del Estado de Israel, que Henry Kissinger resumió en una frase contundente: «Israel no tiene política exterior, sino una política interior destinada a garantizar su seguridad». Esta política concuerda, por tanto, con la diplomacia judía tradicional, cuyo único objetivo siempre ha sido establecer alianzas para garantizar la seguridad. Pero también corre el riesgo de caer en los errores del pasado, ya que el primer ministro somete al Estado de Israel a la mayor dependencia posible de un tutor que hoy es benevolente con él, pero que en el futuro podría mostrarse indiferente u hostil. Todos los indicios de tal cambio apuntan ya en esta dirección, incluidas algunas declaraciones o decisiones del presidente Trump, el político más voluble que haya conocido jamás una democracia liberal. Ucrania, abandonada y humillada públicamente por el presidente estadounidense, recurre a sus vecinos en busca de apoyo, pero esta alternativa está vedada para el Estado de Israel. Para conjurar tal escenario, todo primer ministro del Estado de Israel estará condenado a asumir el papel de «judío de corte», que Arendt criticó duramente, aunque fuera por su ineficacia.
Pero entonces, ¿cuál es la alternativa? Supone, como mínimo, reconocer lo que Arendt denomina «pseudo-soberanía». Esto, al tiempo que se desea la irreversibilidad del Estado surgido, un Estado cuya existencia es deseada por la gran mayoría del mundo judío, tanto en su componente sionista como no sionista, tal y como ocurría en el momento en que Arendt escribe. Porque Arendt no era antisionista. Este calificativo se reserva ahora para aquellos que desean la destrucción de este Estado y, con él, el hogar que alberga y del que se nutre. La pregunta de Arendt puede entonces reformularse así: «¿qué hacer para salvar el Estado de los judíos?», entendiendo que, de hecho, el hogar nacional existe y prospera en este marco. Para que persista, deberá trabajar en pro del reconocimiento de sus interdependencias objetivas, multiplicando las alianzas con el mundo exterior. En lugar de una autarquía fantaseada e inalcanzable, que confinará a una peligrosa tutela, debe aspirar, por iniciativa propia, a una relajación de la presión exterior hostil, con el fin de integrarse en la medida de lo posible en su entorno, a pesar del caos que reina en él, y hacer así menos imperiosa la necesidad de recurrir a la protección exterior.
Estar bajo el ala protectora de una potencia casi omnipotente confiere sin duda una tranquilizadora sensación de seguridad, pero se paga un alto precio por ello.
Por iniciativa propia, y no bajo presión: los Acuerdos de Abraham responden en parte a esta lógica, mientras que el tan esperado acuerdo sobre la liberación de los rehenes y el fin de la guerra en Gaza, que acaba de producirse, se logró con una buena dosis de presión sobre Israel. Y la resolución del problema palestino sigue siendo, se quiera o no, la pieza clave del proceso de integración del Estado de Israel en su entorno cercano. Es a partir de ella que todo edificio cooperativo ya construido puede potencialmente derrumbarse. El tutor, como se ve actualmente, puede obligar a Israel a tomar el camino de la cooperación o empujarlo a permanecer en su seno. Pero, en cualquier caso, hay que reconocer aquí la clarividencia de H. Arendt. Desde hace años, el Estado de Israel aparece ante los ojos del mundo como la herramienta de una gran potencia: «para los judíos que conocen su historia, esto dará lugar a una ola antijudía mundial», a una acusación según la cual este Estado no solo está al servicio de su amo y se beneficia de ello, sino que conspira manipulándolo.[4]Hoy nos encontramos en esa situación. Estar bajo el ala protectora de una potencia casi omnipotente confiere sin duda una tranquilizadora sensación de seguridad, pero se paga un alto precio por ello.
Queda una consideración importante: una integración deseada y buscada activamente no supone en absoluto que Israel se parezca a los Estados de la región, sino que se entienda y coopere con ellos. Israel podrá entonces seguir siendo una super-Atenas, sin considerar su conversión en Esparta como una opción realista. Y la política sionista evitará caer en una réplica estricta de la política judía tradicional. Demostrará que es un intento exitoso de conjurar los peligros más evidentes, que la historia de los judíos ha documentado ampliamente.
Danny Trom
Con agradecimiento a nuestro traductor Julian Bedoya.
Notes
| 1 | H. Arendt, « The seeds of a Fascist International” (1945) in Essays in Understanding, 1930-1954, New York, Harcourt Brace, 1994, p.140-150. |
| 2 | H. Arendt, “Achieving Agreement between People in the Middle East. Basis for Jewish Politics” (1945), in Jewish Writings, 235-238. |
| 3 | H. Arendt, “Zionism Reconsidered », ibidem. |
| 4 | Ibidem. |