¿Qué explica la tendencia de la izquierda radical a hacer del 7 de octubre un no–acontecimiento? Balázs Berkovits examina la construcción ideológica que permite evacuar la realidad situándola en un escenario maniqueo. Si la justicia supuestamente inmanente a la causa palestina no puede cuestionarse por su adscripción a una masacre con intenciones genocidas, es porque la crítica política ha sido sustituida por un fundamentalismo moral. Y cabe preguntarse si, además de justificar todas las atrocidades cometidas contra Israel, este último no prohíbe a los palestinos salirse de su papel de víctimas.
Desde el 7 de octubre, estamos consternados por el flujo constante de reacciones que denuncian a Israel y sólo a Israel. Nos aterran especialmente las que proceden de instituciones académicas, formuladas por académicos e intelectuales. Pero, ¿está justificada esta consternación y sorpresa? ¿No era perfectamente previsible esta reacción ante las atrocidades cometidas por Hamás, ayudado por sus colaboradores civiles palestinos? ¿Acaso estas mismas personas, universidades, asociaciones de estudiantes, activistas, etc., no llevan diciendo lo mismo desde hace al menos veinte años? Por supuesto que sí. De hecho, varios de ellos ni siquiera ocultaron su alegría cuando salió a la luz la historia completa de la masacre y su cohorte de violencia sexual y secuestros.
Sin embargo, algunas personas que desean apoyar la “causa palestina” sin condonar el terrorismo podrían haber reconsiderado su postura ante estos terribles acontecimientos. Éste era quizá nuestro deseo más secreto. Podrían haber dicho, al menos en principio: ” no es así como imaginábamos la resistencia palestina”, o en un tono más constructivo: “estas acciones no sirven a los intereses del pueblo palestino”.
O podrían haber dado un giro de 180 grados y haber encontrado palabras más apropiadas para describir el motivo antisemita genocida en el corazón de la masacre perpetrada por Hamás. Dado que Hamás siempre ha declarado abiertamente sus intenciones, este enfoque probablemente no habría sido muy difícil de aplicar. Sin embargo, la tarea resultó no sólo difícil, sino francamente imposible. Se trata de una imposibilidad estructural, casi absoluta, fruto de una construcción ideológica que entorpece la reflexión. En consecuencia, sólo eran concebibles algunas disonancias individuales. Pero incluso éstas a penas se han manifestado (y sin duda emanaban de cierta izquierda israelí post sionista o antisionista).
Se ha establecido ampliamente que el antisionismo actual debe mucho a sus versiones soviéticas divulgadas principalmente en las décadas de 1970 y 1980.[1]. Sin embargo, también descansa sobre otros cimientos, principalmente una crítica social común hoy en día, alimentada por las nuevas disciplinas “activistas” en las universidades occidentales, disciplinas que se proclaman herederas de una ciencia social crítica. La mayor parte, aunque no la totalidad, de los trabajos de estas disciplinas (con títulos tan diversos como “estudios étnicos”, “teoría crítica de la raza”, “estudios críticos de la blancura” o “estudios coloniales de asentamientos”) están profundamente imbuidos de una versión abreviada de la política de identidad y de la retórica antiimperialista más rudimentaria. Estas disciplinas han elaborado marcos conceptuales rígidos que no toleran la divergencia ni los puntos de vista discrepantes. Además, a menudo no tienen en cuenta o rechazan pruebas concretas que podrían cuestionar sus interpretaciones establecidas. De este modo, se ha construido un importante constructo ideológico, uno de cuyos principales componentes es un vocabulario inmutable y esencialista utilizado para describir e interpretar las estructuras de poder y opresión. Este vocabulario se aplica más rigurosamente cuando se trata de denunciar a Israel y al sionismo como “racistas”, “coloniales” y “genocidas”. Los palestinos, en cambio, son descritos como víctimas de una opresión racista y colonial, así como de un genocidio.
Conversiones a la izquierda
Desde el punto de vista sociológico, la izquierda dura siempre ha tenido características similares a las de las sectas religiosas, en particular al alimentar creencias inmutables que no pueden verse afectadas por la observación de la realidad empírica, la argumentación racional o incluso el simple sentido común. La creencia inquebrantable en el comunismo, la defensa obstinada del estalinismo y el maoísmo, la negación de la existencia del gulag, etc., fueron las señas de identidad de gran parte de la intelectualidad de izquierdas durante las décadas de 1950 y 1960, e incluso mucho después. Es cierto que la muerte de Stalin, la revolución húngara de 1956 y la Primavera de Praga de 1968 provocaron la desilusión de muchos creyentes, impulsándoles a confesarse y convertirse, y que en los años ochenta, el bloque soviético se encontró sin ningún apoyo ideológico significativo por parte de los intelectuales occidentales. Por aquellos entonces, sólo los apparatchiks de ciertos partidos comunistas de Europa Occidental persistían en defender la ideología soviética.
A medida que se hacía más evidente la verdadera naturaleza opresiva del comunismo, cada vez más personas empezaron a poner en duda sus principios. Con el tiempo, personas y grupos de mentalidad más abierta, que no estaban totalmente desprovistos de la capacidad de pensar y que anteriormente habían sido firmes partidarios del comunismo, empezaron a cuestionar sus propias creencias. Esta toma de conciencia no fue repentina para todos; algunos tardaron en darse cuenta de los fallos de su razonamiento y enfrentarse a sus ideas anteriores. Algunos acontecimientos clave desempeñaron un papel crucial en este cambio. Estos acontecimientos tuvieron tal repercusión que contradecían los fundamentos mismos del sistema de creencias comunista y, por tanto, se convirtieron en hechos ineludibles. Por fin, al menos para algunos, ese sistema de creencias ya no podía salvarse mediante hipótesis auxiliares totalmente inverosímiles. Para muchos, estos acontecimientos revelaron las debilidades de la ideología comunista con la que se sentían vinculados. Cuando el comunismo se derrumbó en 1989-1990, un gran número de intelectuales ya había cuestionado y modificado su punto de vista.
El pogromo del 7 de octubre debería haber sido un momento de despalestinización para la izquierda, en la línea de la desestalinización. Podría haber fomentado la reflexión y la toma de conciencia: ¿qué significa realmente la “causa palestina”? Las sucesivas oleadas de desestalinización y el abandono de las ilusiones puestas en el comunismo en general podrían haber servido de inspiración a este respecto.
El antisionismo o el nuevo opio de los intelectuales
La ideología totalitaria estructuralmente equivalente al comunismo en la izquierda actual -el opio contemporáneo de los intelectuales- es el antisionismo. En el imaginario de cierta izquierda, Hamás y la OLP representan la “liberación del pueblo palestino”, que, sin que se sepa muy bien por qué, se ha convertido en el valor político e incluso moral supremo para la izquierda occidental desde hace al menos veinte años. La atención prestada a la cuestión palestina, considerada central y simbólica de toda opresión, es el resultado de un planteamiento insuficientemente informado y motivado. ¿Por qué se centra la atención en este conflicto, cuando muchos otros son peores desde todos los puntos de vista? ¿Por qué se ha convertido en un símbolo contra la opresión, en una causa ético-política universal, sin tener en cuenta lo que representan realmente las principales facciones palestinas, la identidad de sus aliados, el tipo de sociedad que promueven? Todas estas son preguntas que no tienen respuesta racional alguna, lo que demuestra la ceguera ideológica típica del dogmatismo de izquierdas.
A partir de ahora, la “causa palestina” en el imaginario antisionista se enfrenta a una atrocidad real y significativa, un pogromo podríamos decir, pero a una escala mayor que la que suele asociarse al término. En consecuencia, los acontecimientos del 7 de octubre recuerdan más al Holocausto a balazos (y a cuchilladas). (Aunque los pogromos ucranianos de 1919, sobre todo por su ferocidad genocida y su base ideológica antisemita, también pueden compararse legítimamente con la Shoá). Lo que la gente veía como la promoción de un ideal moral muy preciado se ha manifestado en la práctica como el mal absoluto, a través de los actos más atroces de genocidio: el ataque deliberadamente planificado contra la población civil de Israel, la tortura, las agresiones sexuales, el asesinato de niños, la toma de “rehenes” civiles, incluidos ancianos y bebés, etcétera. Y, sin embargo, todos estos actos de violencia no fueron percibidos por la izquierda como un acontecimiento, a pesar de que nada más horrible podría haber ocurrido el 7 de octubre. Hamás perpetró lo máximo y lo peor de lo que era capaz de hacer, todo ello con alegría y entusiasmo. No se ocultó nada, no hubo que desenterrar nada: ningún asesinato en masa -con sus consiguientes torturas y agresiones sexuales- ha estado mejor documentado en la historia de la humanidad. Tampoco se ha hecho nada para ocultar la barbarie total de los autores. Se trata de una ruptura sin precedentes con la civilización, celebrada, justificada o trivializada por los espectadores occidentales de izquierdas, que se niegan obstinadamente a reconocerla, favoreciendo los riesgos de una repetición a la que Hamás aspira abiertamente.
¿Podría la mitología palestina haber sido sacudida de forma más brutal? Ahora, todos los elementos sobre los que una persona sensata -que no haya elegido deliberadamente permanecer en la ignorancia- podría tener conocimiento desde hace mucho tiempo están a la vista. En esta situación, los activistas y líderes de opinión propalestinos podrían haber optado por desautorizar a Hamás, abriendo así una brecha ideológica entre los terroristas y la “causa palestina” con la intención de “salvar” a esta última. Pero no sintieron la necesidad de hacerlo para preservar su legitimidad, ya que ni se plantearon objeciones reales ni se manifestó ninguna voluntad seria -y mucho menos una introspección-. Mantener a Hamás en el redil de la “causa palestina” no parece ser un problema, ni siquiera después del 7 de octubre. Dado que los intelectuales de izquierdas han prescindido de una denuncia sistemática del pogromo, prefiriendo barrerlo debajo de la alfombra y tratar de encontrarle las justificaciones habituales, o simplemente ignorarlo como un “no acontecimiento”, está claro que la mayoría de ellos lo consideran un capítulo orgánico de la lucha por la “causa palestina”.
La transformación ideológica que algunos ingenuamente esperaban no se ha producido. Al contrario, los intelectuales y académicos “progresistas” han consolidado su dogmatismo antisionista a pesar de todas las pruebas que se acumulan ante sus ojos. El puñado de activistas que se atrevió a manifestarse con pancartas en las que se leía “¡Liberad a Palestina de Hamás!” en espacios “propalestinos” fue atacado y expulsado. De hecho, no ha surgido ninguna necesidad teórica, ni siquiera práctica, de distinguir a Hamás de esos otros representantes de la “causa palestina” en la izquierda occidental enfrentada al “enemigo sionista”. Como era de esperar, en el lado palestino, la OLP ha confirmado esta postura, callando o negándose a denunciar las masacres del 7 de octubre e incluso expresando su deseo de administrar Gaza con Hamás una vez terminada la guerra.[1].
Un fondamentalisme moral mortifère : « Justice pour la Palestine » !
Certes, la « cause palestinienne » ou la mythologie palestinienne — du moins telle qu’elle a été formulée — n’a jamais constitué une cause authentique et morale. Elle a toujours reposé sur des idéologies nationalistes exclusives, voire raciales, et sur des théories complotistes antisémites. De plus, avec l’émergence du Hamas, du Hezbollah et des groupes affiliés (avec l’Iran en arrière-plan), elle a évolué vers la forme la plus mortifère du fondamentalisme religieux et de l’antisémitisme éliminationniste. Il faut évidemment voir là un processus cumulatif dans la mesure où l’idéologie religieuse n’a pas supplanté l’idéologie raciale. À plusieurs reprises, les dirigeants palestiniens ont notoirement refusé tout accord de paix qui aurait abouti à la création d’un État palestinien — libre et vivant aux côtés d’Israël — en insistant sur des conditions auxquelles Israël ne pouvait se soumettre qu’à un prix exorbitant. C’est notamment le cas en ce qui concerne leur insistance sur le droit absolu au « retour » des « réfugiés » palestiniens ayant quitté le pays ou en ayant été expulsés en 1948. Pareille attitude constitue la preuve s’il en était besoin que les dirigeants politiques palestiniens s’attachent davantage à mettre un terme à l’existence d’un État juif qu’à fonder leur propre pays[2]. Cette situation est particulièrement regrettable pour Israël, qui doit maintenir l’occupation partielle de la Cisjordanie avec des conséquences dévastatrices pour sa propre société. La violence croissante des colons est d’autant plus rarement traitée de manière appropriée que ces individus comptent désormais des partisans déclarés au sein même du gouvernement israélien. Même un nouveau gouvernement aura du mal à contenir les tendances extrémistes. Relancer le « processus de paix » ? Il est évident que tout dirigeant israélien sensé tentera de le faire contre vents et marées. Toutefois, sans le soutien des Palestiniens et de l’Occident, l’intéressé ne pourra pas obtenir des résultats différents de ceux enregistrés jusqu’à présent.
Ce que beaucoup appellent à juste titre le « rejet palestinien », soit l’incapacité de faire la moindre concession (après plusieurs guerres perdues), repose sur un argument « moral » exprimé dans le slogan : « Justice pour la Palestine ! ». La « politique », ou plutôt l’antipolitique, palestinienne a donc été imaginée comme une réparation des injustices subies sans relâche depuis 75 ans. Les demandes irréalistes des dirigeants palestiniens ont été formulées dans un cadre antipolitique. Elles sont érigées en absolus moraux, indépendamment des actions palestiniennes s’agissant notamment : de ne pas reconnaître l’existence d’Israël en tant qu’État juif ou en tant qu’État tout court, de fomenter la haine antisémite parmi les Palestiniens et les musulmans par le biais de leurs établissements scolaires et de leur propagande ou de lancer des attaques terroristes. Le tout en soutenant globalement le principe du terrorisme anti-israélien.
La cause palestinienne aurait-elle pu être formulée différemment ? Théoriquement, oui, et elle l’a été par de nombreuses personnes, y compris par une poignée de Palestiniens démocrates et par une grande partie de la gauche israélienne et juive. Aux yeux de ces personnes, la cause devrait reposer sur des considérations politiques au lieu de se réclamer d’un fondamentalisme moral qui a abouti à une antipolitique tenace fondée sur une victimisation éternelle et symbolique. Il aurait pu en être autrement, il pourrait encore en être autrement, mais telle est jusqu’à présent l’histoire de la cause palestinienne. Le fondamentalisme religieux n’est que l’émanation la plus récente et la plus extrême de cet appel moral fondamental à la « justice ». En fait, « Justice pour la Palestine » est le slogan qui ancre les dérivés dont nous sommes témoins aujourd’hui : « De la rivière à la mer », « Mondialiser l’Intifada », « Israël apartheid », etc. Ce fondamentalisme moral profondément immoral a été largement accepté en Occident comme un « mouvement de libération » par une grande partie de l’opinion publique, alors que son fondamentalisme religieux et son antisémitisme messianique de type nazi ne sont toujours pas reconnus. La recherche de la « justice » dans un sens absolutiste est une attitude essentiellement pré- ou anti-politique, un jeu à somme nulle, dans lequel une partie devrait tout gagner et l’autre tout perdre. Bien entendu, celui qui « devrait tout gagner » est le peuple opprimé. De plus, dans une veine profondément totalitaire, la cause des opprimés est indépendante de ce qu’ils représentent ou font réellement, qu’ils aient l’intention ou pas de procéder à un nettoyage ethnique, voire à un massacre des Juifs, dans un esprit d’antisémitisme génocidaire ou simplement de répandre le djihad à l’échelle planétaire.
Ce type de pensée a été largement soutenu et encouragé par la gauche occidentale (et bien sûr par la « communauté internationale » pour des raisons légèrement différentes). Pareil fondamentalisme moral correspond parfaitement à l’idéologie des intellectuels de gauche. La critique sociale est de plus en plus conçue comme une position morale absolue envers « l’oppression », laquelle ne s’embarrasse d’aucune considération concernant le contexte réel et même la réalité empirique. L’approche académique contemporaine de la critique repose souvent sur des simplifications extrêmes. Parmi les formes prédominantes de cette critique radicale, il convient d’en distinguer deux : les catégories essentialisées et le « dualisme méthodologique »[3]. Dans cette approche, les nuances, les contradictions et les complexités sont négligées ou aplanies. Des catégories telles que oppresseur contre opprimé, autochtone contre colonisateur ou racisé contre membre de la classe blanche dirigeante deviennent trop binaires et ne parviennent pas à saisir les subtilités des situations réelles.
Dans le cas d’Israël, ces dichotomies sont contenues dans les concepts de « colonialisme », « occupation », « apartheid » et « génocide », l’une des parties étant l’auteur des faits et portant toute la responsabilité. Cependant, lorsque ces concepts « critiques » sont appliqués à Israël et à la Palestine, ils se révèlent non seulement faux, mais ils annulent carrément la réalité, entravant même la volonté de vérifier empiriquement la valeur de vérité des assertions sur lesquelles ils s’appuient. Les personnes employant ce langage négligent ou ignorent les définitions, tandis que l’autre se présente comme une simple victime précise de ces termes en droit international, tout en exigeant leur application et leur respect sur le plan juridique. Par ailleurs, les critiques ayant recours à ces concepts prétendent qu’ils sont capables de révéler une vérité plus profonde derrière les phénomènes visibles, conformément au prisme d’une science sociale critique.
Même si leur validité empirique a été démentie à de nombreuses reprises en ce qui concerne Israël, ces concepts continuent de façonner le débat public sur le sujet. Il est clair que toute discussion qui prendrait en compte les preuves du monde réel aurait du mal à justifier une position antisioniste radicale, et c’est probablement la raison pour laquelle de telles discussions sont délibérément évitées.
Il ne s’agit pas ici d’un simple discours conceptuel, d’une sorte de radicalité ou de fondamentalisme conceptuel menant à une fermeture épistémologique. Ces concepts véhiculent un fondamentalisme moral total, ou plutôt une moralisation fondamentaliste. Et c’est là l’affinité élective, l’histoire d’amour entre les intellectuels « progressistes » et « la cause palestinienne » : deux fondamentalismes moralisateurs qui se renforcent mutuellement. Comment ces fondamentalismes pourraient-ils un jour aboutir à un État palestinien ? C’est un mystère. Comment peut-on s’attendre à ce qu’Israël accepte un jour ces conditions dans le cadre d’une autocritique autodestructrice ? C’est tout à fait impossible. Les « propalestiniens » de gauche ne se rendront-ils jamais compte qu’ils font tout pour empêcher la création d’un État palestinien ? Cela ne les intéresse pas. Leur objectif idéologique, peut-être inconscient, est de perpétuer le conflit, d’où ce recours à une critique vide de sens sans cesse rabâchée.
Un fondamentalisme moral fondé sur des « définitions persuasives »
Dans le sillage d’Adorno, le type d’attitude critique née dans certaines disciplines des sciences sociales et juridiques et qui s’est répandu dans la gauche politique pourrait également être qualifié d’« activiste »[4]. Adorno a tout d’abord critiqué la priorité accordée à un changement social immédiat et radical par rapport au travail de construction d’une théorie sociale viable. Il pensait que l’abdication de la pensée, assortie de la participation à une pratique théoriquement infondée et injustifiée, conduirait à la fuite dans le radicalisme et l’« activisme ». Lorsque l’appel explicite ou implicite à l’action politique supplante la réflexion théorique, la position politique et l’attitude critique conditionnent la formation des concepts. Lorsque la théorie est politisée à un point tel qu’elle sert uniquement des objectifs politiques en négligeant totalement l’interprétation de la réalité empirique, c’est à l’« activisme » que revient alors le rôle principal.
L’utilisation de concepts critiques contenant intrinsèquement des éléments de critique, tout en évitant les validations théoriques et empiriques, résume parfaitement la notion d’« activisme ». Le monde universitaire militant contemporain utilise les termes et les formes de la théorie critique, mais tend à les dépouiller de leurs significations juridiques, sociologiques et historiques originales, en les reconstruisant comme des termes « éthiques » ou plutôt émotionnels (voire « moralisateurs »). Il s’agit là d’un cas pur, voire radical, de ce que Charles L. Stevenson appelait les « définitions persuasives ». Comme cet auteur l’a expliqué :
« Dans toute “définition persuasive”, le terme défini est un terme familier, dont la signification est à la fois descriptive et fortement émotionnelle. L’objectif de la définition consiste à modifier le sens descriptif du terme, le plus souvent en lui conférant une plus grande précision dans les limites de son imprécision habituelle ; mais la définition n’apporte pas de changement notable à la signification émotionnelle du terme[5]. »
Et plus loin :
« Notre langue regorge de mots revêtant […] à la fois un sens descriptif vague et un sens émotionnel riche. Le sens descriptif de chacun d’entre eux est soumis à une redéfinition constante. Les mots sont des prix que l’homme cherche à décerner aux qualités de son choix[6]. »
En matière de contenu, une définition persuasive peut également fonctionner à l’envers, comme c’est le cas avec les concepts susmentionnés qui ont des connotations très négatives. Les termes « apartheid », « génocide » et autres, lorsqu’ils sont appliqués à Israël, sont étirés à un point tel que leur signification descriptive devient floue, voire caduque, tandis que leur signification émotionnelle subsiste. Ce type de critique est privé de toute objectivité ancrée dans les conditions sociales et historiques existantes et se fonde exclusivement sur des émotions subjectives, des sentiments et des souffrances qui s’expriment sur le mode de l’indignation[7]. Les termes « génocide », « apartheid » et autres, qui sont les conditions les plus odieuses et les plus injustes que l’on puisse imaginer, sont utilisés dans le cas d’Israël pour exprimer une indignation fondamentaliste qui se fait passer pour une critique juste et ancrée dans la morale. Le terme « génocide » ayant été attribué à Israël par une grande partie de la recherche critique contemporaine (par exemple dans les « études coloniales »[8]) comme quelque chose d’inhérent au fonctionnement de l’État, son utilisation devient d’autant plus évidente (mais épistémologiquement d’autant plus douteuse) au cours d’une vraie guerre. Il suffit de regarder les déclarations signées par des centaines de sociologues, anthropologues ou départements d’études de genre, ou encore par une légion d’universités. Leur langage monotone et invariable rappelle le dogmatisme totalitaire le plus sombre des résolutions des partis communistes. La formulation est toujours la même : « Israël, l’État colonial qui pratique l’occupation et l’apartheid depuis 75 ans, se livre aujourd’hui à un génocide… ». Qu’Israël ou les sionistes commettent un génocide contre les Palestiniens est toujours présumé, il n’y a donc plus rien à vérifier lors d’un conflit réel de sorte que les accusations fusent automatiquement. Et inversement : le génocide commis contre les Israéliens ne peut pas être perçu et encore moins reconnu.
Les concepts et les termes utilisés permettent de formuler des slogans politiques revêtant une apparence juridique et sociologique, tandis que leur force d’évocation sera perçue comme l’expression d’une position intrinsèquement « morale ». Mais tout jugement moral qui ne procède pas au moins de l’intention d’une interprétation véridique de la réalité est vide de sens. Si le concept est vidé de sa référence empirique et théorique, la force émotionnelle ne traduira rien de plus qu’une position moralisatrice, la revendication d’une droiture morale, laquelle ne peut que travestir une position morale authentique. Tel est le fondamentalisme moral de l’antisionisme contemporain, lequel s’accorde à merveille avec le fondamentalisme moral de la cause palestinienne formulée sous la forme d’une mythologie.
Le massacre du 7 octobre : un non-événement
Pour la plupart des universitaires et intellectuels de gauche, le 7 octobre ne constitue aucunement un événement à relever et à comprendre : il ne s’est rien passé, il n’y a rien à voir et encore moins à discuter. Dans cette perspective totalement anhistorique, conceptuelle et moralement fondamentaliste, la notion d’« événement » n’existe pas. La représentation de l’animosité, autrefois appelée « conflit israélo-palestinien » — sans doute un vestige d’une époque plus tempérée — est aujourd’hui principalement ou uniquement présentée par la « gauche » sous l’angle de la puissance, de la violence et de la cruauté écrasantes d’Israël. Si Israël est un État colonisateur pratiquant l’apartheid et même le génocide (y compris en temps de paix, selon les « théoriciens » du colonialisme de peuplement, comme nous l’avons vu !), tout acte commis contre lui, même le plus horrible, peut être justifié ou simplement passé sous silence. Toutes ces phrases que nous avons entendues de la part du Secrétaire général des Nations Unies ou d’ONG de défense des droits humains, lesquelles sont reprises également dans les déclarations de maintes universités, expriment précisément cette idée : « Cela ne s’est pas passé dans le vide », « nous devons examiner les causes profondes », « le massacre doit être replacé dans son contexte ». Mais le « contexte » et les « causes » se réfèrent invariablement au cadre de compréhension et ne véhiculent aucune information empirique. Les actes génocidaires commis contre la population israélienne dans le monde matériel étant déjà ainsi conceptuellement exclus, la négation du génocide s’ensuit nécessairement.
Même un acte génocidaire contre des Israéliens devient un non-sujet (moralement insignifiant) et, pire encore, un non-événement (imperceptible) alors que — contrairement à ce qui s’est passé pour le Sud-Soudan, les Kurdes, les Ouïghours et d’autres peuples soumis à des cycles incessants d’oppression — il a pourtant été exposé au grand jour. Rien n’aurait pu être plus exposé que les massacres du 7 octobre, car les meurtriers génocidaires ont eux-mêmes documenté et rendu publics leurs actes. Néanmoins, les faits documentés ne constituent pas un événement en soi pour la gauche d’aujourd’hui.
Israël étant perçu comme un État colonisateur oppressif, il s’ensuit automatiquement que — même en présence d’une intention et d’une pratique génocidaires — toutes les actions entreprises contre lui seront présentées et perçues comme légitimes, si bien mêmes elles revêtent une brutalité jamais vue depuis la Shoah. Par définition, les atrocités commises contre les Israéliens et les Juifs, même les plus extrêmes et les plus horribles, ne passeront pas pour telle et, à supposer qu’elle le soit, seront automatiquement justifiés. Cela a été prouvé : même les Israéliens les plus vulnérables, les bébés décapités, les familles brûlées vives, les enfants kidnappés comme « otages » ne peuvent être perçus comme de véritables victimes, car ils sont toujours associés à une culpabilité intrinsèque liée au « pouvoir », à la « domination », à l’« oppression » et même au « génocide » israéliens, en relation étroite avec une imagerie antisémite authentique. En revanche, les Palestiniens seront toujours des victimes, même lorsqu’ils commettent un massacre de masse de type nazi. Les sources conceptuelles sont les mêmes que dans le déni de l’antisémitisme : il ne peut y avoir d’animosité significative à l’encontre d’un groupe « puissant » et « privilégié » considéré comme « blanc ». Le déni de l’antisémitisme repose sur des présupposés antisémites, tout comme le déni des atrocités du 7 octobre. Dans un tel état d’esprit, l’horrible massacre n’est absolument pas un problème. C’est tout au plus un prétexte fourni à Israël pour mener sa guerre inique contre le peuple palestinien éternellement opprimé. C’est pourquoi les propagandistes de gauche, y compris les « intellectuels », s’empressent de diffuser une « information » déjà très ancienne — à savoir qu’Israël commet un génocide — sans savoir ni chercher à savoir ce qui se passe réellement sur le terrain.
Cette non-reconnaissance du statut de victime des Israéliens et des Juifs est doublement antisémite : non seulement elle repose sur des présupposés antisémites, mais elle peut aussi avoir des conséquences antisémites extrêmes. Cette perspective prive essentiellement les Juifs de leur humanité, les dépeignant comme incapables de se poser en victimes. Par conséquent, elle rationalise tout préjudice qui leur est infligé, étant donné que les concepts de “juif” et de “victime” sont considérés comme mutuellement exclusifs. Ce point de vue ouvre également la voie à la justification et à l’approbation potentielles de tous les futurs actes de violence à leur encontre. À l’inverse, cette pensée absout automatiquement les agresseurs les plus inhumains et les plus barbares qui, dans tout autre contexte, seraient considérés comme des ennemis de l’humanité dans son ensemble. Il s’agit là d’un raisonnement pire que la négation de la Shoah puisqu’il contient en lui les germes d’une justification pure et simple de toutes les Shoah à venir.
Balázs Berkovits
Balázs Berkovits est sociologue et docteur en philosophie. Rattaché au Comper Center de l’Université de Haïfa, au London Centre for the Study of Contemporary Antisemitism (LCSCA), ainsi qu’à MEMRI (Jérusalem), il travaille actuellement sur la résurgence du « problème juif » dans les travaux contemporains de critique philosophique, sociale et politique. Il est l’éditeur des comptes rendus de livres au Journal of Contemporary Antisemitism (JCA). Occasionnellement, il écrit également sur la situation politique et sociale de la Hongrie contemporaine.
Notes
1 | https://www.timesofisrael.com/pa-says-its-working-with-us-on-post-war-plan-for-gaza-hopes-to-include-hamas/ |
2 | Voir Adi Schwartz et Einat Wilf, The War of Return. How Western Indulgence of the Palestinian Dream Has Obstructed the Path to Peace, All Points Books, 2020. |
3 | Robert Fine et Philip Spencer, Antisemitism and the Left. On the Return of the Jewish Question, Manchester University Press, 2017. |
4 | Theodor W. Adorno, Critical Models and Catchwords, Columbia University Press, 2005. |
5 | Charles L. Stevenson, Ethics and Language, Yale University Press, 1944, p. 210 [disponible uniquement en anglais, la traduction est de la rédaction] |
6 | Ibidem, 212-213 |
7 | Danny Trom, « La crise de la critique sociale de Paris à Francfort », Esprit, juillet 2008. |
8 | Balázs Berkovits, “Israel as a White Colonial Settler State in Activist Social Science,” in Alvin Rosenfeld (éditeur) : Contending with Antisemitism in a Rapidly Changing Political Climate, Indiana University Press, 2021. |