Cómo el gobierno israelí traiciona el sionismo

“Traición” es, sin duda, la palabra adecuada para describir lo que la actual coalición de gobierno en Israel está haciendo al espíritu del sionismo. Mientras muchos esperan que el fin de la guerra en Gaza sea la ocasión para que Israel salga de esta espiral descendente, el historiador alemán del sionismo Michael Brenner recuerda en este texto lo que tenían en mente los padres fundadores —de todas las tendencias políticas, sin distinción— cuando imaginaron la creación de un Estado judío democrático.

 

Cartel de Theodor Herzl derramando una lágrima, sostenido durante una manifestación en Tel Aviv en 2023.

 

Desde las paredes, ellos observan a quienes hoy detentan el poder en Jerusalén, sin poder defenderse: el fundador del sionismo político, Theodor Herzl; el primer primer ministro de Israel, David Ben Gurion; y el padre espiritual del partido de derechas Likud, Vladimir Zeev Jabotinsky. Están omnipresentes en el Israel contemporáneo a través de sus retratos, pero jamás sus ideas habían sido tan traicionadas en los pasillos del poder. Benjamin Netanyahu y sus aliados de la coalición de derechas y de los partidos religiosos se han desviado por completo de los principios fundamentales del sionismo y han contribuido de manera considerable a desacreditar el ideal sionista, ya desde hace tiempo atacado por muchos de sus detractores. Según sus detractores, el sionismo sería racismo y colonialismo. Sin embargo, no se debe responsabilizar a los padres —del sionismo— por los actos de sus hijos.

Para comprender lo que es realmente el sionismo, debemos recordar lo que llegó a significar, en su momento, para millones de judíos. A finales del siglo XIX, cuando el periodista vienés Theodor Herzl fundó el movimiento sionista, los pogroms devastaban el Imperio ruso; en Francia, los clamores antijudíos acompañaban el escándalo judicial que rodeó al oficial judío Alfred Dreyfus; en el Imperio alemán, los partidos antisemitas celebraban sus éxitos políticos; y el ayuntamiento de Viena elegía al alcalde a Karl Lueger, un enemigo declarado de los judíos.

“Si los judíos no podían vivir en Europa —pensaba Herzl—, entonces había que construir una Europa mejor en otro lugar.”

Herzl se convirtió en sionista porque, a pesar de su prestigio como redactor cultural de la Neue Freie Presse y como autor de obras dramáticas representadas en los grandes teatros vieneses, terminó comprendiendo que jamás sería aceptado como un auténtico austríaco por su entorno. La razón profunda de su adhesión al sionismo aparece en su panfleto político Der Judenstaat (El Estado judío), publicado en 1896:

«Hemos intentado sinceramente, en todos los lugares, fundirnos en la comunidad nacional que nos rodeaba y conservar únicamente la fe de nuestros padres. No se nos permite. En vano somos leales y, en ciertos lugares, incluso patriotas desmesurados; en vano hacemos los mismos sacrificios en bienes y en sangre que nuestros conciudadanos; en vano nos esforzamos por aumentar la gloria de nuestras patrias mediante las artes y las ciencias, su riqueza mediante el comercio y el transporte. En nuestras patrias, en las que vivimos desde hace siglos, se nos denuncia como extranjeros… Si tan solo nos dejaran tranquilos… Pero creo que no nos dejarán tranquilos».

Al principio, Herzl aún pensaba que todos los judíos de Viena podrían bautizarse en la catedral de San Esteban y permanecer en la ciudad, hasta que comprendió que el antisemitismo de su época ya no era un simple antijudaísmo de inspiración cristiana. A los racistas les daba exactamente lo mismo que los judíos se bautizaran o no: para ellos, seguirían siendo judíos. El pesimismo de Herzl —«no nos dejarán tranquilos»— no podía anticipar la gran catástrofe judía del siglo XX. Pero Herzl tenía, como pocos, la intuición de que la vida judía estaba amenazada precisamente por ser la vida de una minoría en la diáspora. Solo en un Estado propio podrían sentirse verdaderamente seguros. Con frecuencia fue ridiculizado y objeto de burla por esta visión, y murió en 1904, a los 44 años, sin haberse acercado a su meta.

“Su mirada hacia Oriente Próximo es, sin duda, arrogante y paternalista. Pero Herzl deja claro que no desea oprimir a la población árabe que vive allí. Uno de los héroes de su novela utópica Altneuland (1902) es el árabe musulmán Reschid Bey, quien ocupa en esa “nueva sociedad” un lugar tan legítimo como el noble prusiano Kingscourt.”

Si los judíos no podían vivir en Europa —pensaba Herzl—, entonces había que construir una Europa mejor en otro lugar. Él sabía perfectamente que la patria histórica, llamada Israel por los judíos y Palestina por la mayoría de la población árabe que la habitaba, no estaba desierta. Además de Palestina, también consideró seriamente la Argentina, que en aquel entonces fomentaba la inmigración europea y contaba con vastas extensiones de tierra en gran parte deshabitadas. Sin embargo, durante los congresos sionistas, comprendió muy pronto que sus seguidores —en su mayoría judíos de Europa del Este— solo podían imaginar el regreso a la patria histórica judía. Después de todo, los judíos habían rezado durante siglos por volver a Jerusalén, no a Buenos Aires. A diferencia de los proyectos de colonialismo de poblamiento en América o Australia, ellos se concebían a sí mismos como repatriados que, pese a su presencia secular en Europa, a menudo habían sido perseguidos y expulsados como extranjeros, como orientales o como semitas.

Si Herzl hubiera podido decidirlo, su “nueva sociedad” habría contado con internados ingleses, óperas francesas y, por supuesto, cafés vieneses con bretzels. Su mirada hacia Oriente Próximo es, sin duda, arrogante y paternalista. Sin embargo, Herzl deja claro que no desea oprimir a la población árabe que vive allí. Uno de los héroes de su novela utópica Altneuland (1902) es el árabe musulmán Reschid Bey, quien ocupa en esa “nueva sociedad” un lugar tan legítimo como el noble prusiano Kingscourt. Herzl hace declarar a su protagonista David Littwak: “Y por eso os digo que debéis aferraros a aquello que nos hizo grandes: el pensamiento libre, la tolerancia, el amor a la humanidad. ¡Solo así Sión es Sión!”

En realidad, hay solo una persona que no tiene cabida en la “nueva sociedad” de Herzl: el rabino ortodoxo Geyer. ¿Por qué? Porque se niega a conceder los mismos derechos a quienes no son judíos. “Es un canalla con sotana, un seductor hipócrita, un sembrador de discordia y un traficante de Dios. Ese canalla quiere introducir la intolerancia entre nosotros”, se indigna otro de los personajes de la novela al referirse a Geyer, en quien el lector contemporáneo podría reconocer, sin demasiado esfuerzo, a más de un miembro del actual gobierno israelí.

A pesar de todas sus imperfecciones y de su marcada concepción europea, la “nueva sociedad” imaginada por Herzl era un intento —audaz para su época— de permitir una convivencia justa entre personas de orígenes y religiones distintas. En lo que respecta a la religión, esta prácticamente no desempeñaba ningún papel en su proyecto. Para él, que llevaba una vida completamente laica y no conocía el hebreo, el progreso tecnológico y la justicia social eran infinitamente más importantes. Farolas eléctricas colgadas de las palmeras “como grandes frutos de vidrio”, un funicular y un “periódico telefónico”: esa era la visión del Estado que aspiraba a construir. Pero ¿cómo llamarlo? Herzl nunca utiliza el nombre de Israel. Lo llama “el país de las siete horas”, porque nadie debería trabajar más de siete horas al día. Era una idea que le importaba tanto que incluso diseñó la bandera de ese futuro Estado con siete estrellas, una por cada hora de trabajo.

“En realidad, hay solo una persona que no tiene cabida en la “nueva sociedad” de Herzl: el rabino ortodoxo Geyer. ¿Por qué? Porque se niega a conceder los mismos derechos a quienes no son judíos.”

Fue finalmente David Ben Gurion, el primer ministro socialista y sionista, quien proclamó el Estado de Israel el 14 de mayo de 1948, bajo un retrato de Herzl más grande que su tamaño natural. Entonces leyó la declaración de independencia —que él mismo había aprobado—, en la que se afirma, a propósito del nuevo Estado:

«Garantizará la igualdad social y política a todos sus ciudadanos, sin distinción de religión, raza o sexo. Garantizará la libertad de credo y de conciencia, la libertad de lengua, de educación y de cultura; protegerá los lugares santos y se mantendrá fiel a los principios de la Carta de las Naciones Unidas».

No siempre fue fácil para Ben Gurion y su gobierno mantenerse fieles a esos principios. Desde el inicio, Israel se vio confrontado a los ataques de sus vecinos árabes y, naturalmente, los palestinos no entendían por qué debían ser ellos quienes pagaran el precio de los crímenes cometidos por los europeos. Ben Gurion cometió errores. Entre ellos, pueden mencionarse las importantes concesiones que este socialista laico hizo a los judíos ortodoxos. Su intención era integrar a ese grupo, el más golpeado por la Shoah, y llegó incluso a eximirlos del servicio militar. Estaba convencido de que seguirían siendo una minoría ínfima, y él mismo lamentaría esa decisión con el paso del tiempo. Además, colocó a la mayoría de los palestinos árabes que permanecieron en Israel bajo administración militar, una medida que no fue levantada hasta 1966 y que, como hoy sabemos, constituye también un defecto congénito del Estado de Israel.

Sin embargo, al igual que Herzl, Ben Gurion aspiraba a crear un Estado modelo, y para ello recurría a una versión secularizada de la idea religiosa del Mesías: «La visión mesiánica ilumina nuestro camino desde hace miles de años y hace de nosotros una luz entre las naciones. Más aún: nos impone el deber de convertirnos en un pueblo modelo y de construir un Estado modelo». Por Estado modelo, no entendía un Estado en el que un grupo dominara a otro, y mucho menos un Estado regido por la religión.

“Ben Gurion también expresó con absoluta claridad su posición respecto a la ocupación israelí de los territorios conquistados en 1967. Si Israel quería seguir siendo un Estado democrático con mayoría judía, debía devolverlos.”

Incluso después de haber dejado los cargos públicos desde hacía ya muchos años, viviendo con gran modestia en su residencia de retiro —el kibutz Sdé Boker, en el desierto del Néguev—, Ben Gurion volvió a formular, sin rodeos, su opinión sobre la ocupación israelí de los territorios conquistados en 1967: si Israel quería seguir siendo un Estado democrático y de mayoría judía, debía restituirlos. El filósofo Yeshayahu Leibowitz —religiosamente ortodoxo pero políticamente liberal— lo expresó aún con mayor contundencia: «Perdimos la Guerra de los Seis Días el séptimo día».

Incluso Vladimir Zeev Jabotinsky —el precursor de la derecha sionista, hoy encarnada en el partido Likud de Benjamín Netanyahu—, que concebía el establecimiento del Estado “con sangre y sudor” y mediante un “muro de hierro”, y no a través de plegarias o negociaciones, se pronunció, a pesar de su retórica a menudo agresiva y militarista, a favor de un Estado con igualdad de derechos para todos sus ciudadanos. En su último libro, The War and the Jew, publicado poco después de su muerte en 1940, lo afirma sin ambigüedades. Tras recordar que la igualdad de derechos civiles es un bien precioso que debe ser tratado “con cautela, moderación y tacto”, Jabotinsky concede a la minoría árabe, en un modelo de constitución, no solo los mismos derechos individuales, sino también los mismos derechos colectivos que la futura mayoría judía. Llega incluso a afirmar: «En todo gobierno donde el primer ministro sea judío, el viceprimer ministro deberá ser árabe, y viceversa». Tanto el hebreo como el árabe deben ser reconocidos en todas partes como lenguas en pie de igualdad, incluidas las escuelas, los tribunales y el Parlamento. Jabotinsky se opuso a cualquier expulsión y consideró ventajoso que la población árabe permaneciera en el país, que para él incluía, sin dudarlo, ambas orillas del Jordán. Tenía por cierto que los palestinos árabes debían gozar de todos los derechos propios de una minoría nacional: «Después de todo, el mundo aprendió de las fuentes del judaísmo cómo tratar al “extranjero dentro de sus propias puertas”».

“Después de constatar que la igualdad de los derechos cívicos es un bien precioso que debe ser “tratado con precaución, moderación y tacto”, Jabotinsky concede a la minoría árabe, en una constitución tipo, no sólo los mismos derechos individuales, sino también los mismos derechos colectivos que la mayoría judía que aún debía establecerse.”

Podemos suponer que Netanyahu conoce bien el contenido de esta obra, pues su padre, Benzion Mileikowsky —nacido en Varsovia— fue secretario particular de Jabotinsky antes de convertirse en profesor de historia en Estados Unidos. Sin embargo, el gobierno de Netanyahu, formado por partidos de derechas y partidos religiosos, se ha alejado de los principios fundamentales que antaño unían al sionismo a través de todas sus corrientes políticas. Entre esos principios se encontraban la idea de un Estado esencialmente laico, de un sistema judicial independiente y de la igualdad de derechos para todos los ciudadanos. La restricción de los poderes de la justicia israelí y el debilitamiento de la separación de poderes figuran hoy en la agenda de este gobierno, al igual que la relegación a un segundo plano de los ciudadanos árabes de Israel —teóricamente iguales en derechos—, proceso que ya se había iniciado durante el anterior mandato de Netanyahu con la controvertida Ley del Estado-nación de 2018.

El mayor distanciamiento respecto de las ideas fundamentales del sionismo es quizá el paso progresivo de una sociedad laica hacia una sociedad cada vez más marcada por la religión. En la ciudad laica de Tel Aviv esto puede pasar inadvertido, pero en la mayor parte del país se vuelve rápidamente evidente: esta evolución está respaldada por la demografía. Mientras que en una familia laica israelí el promedio es de dos hijos, entre los sionistas-religiosos es de cuatro y entre los ultraortodoxos llega a siete. Para los socios religiosos de la coalición, Netanyahu —profundamente laico— no es más que un instrumento útil para poder establecer algún día un Estado religioso en la totalidad del territorio bíblico de Israel.

Los cientos de miles de personas que han decidido protestar, ocupando las calles de Tel Aviv y de otras ciudades para exigir la liberación de los rehenes secuestrados durante la terrible masacre del 7 de octubre de 2023, así como el fin de la guerra y un Israel democrático, muestran al mundo que la idea de un sionismo entendido como equilibrio, justicia y coexistencia entre los pueblos sigue viva. Su mensaje es claro: no es el sionismo ni la existencia de un Estado judío lo que debe ser condenado, sino —en nombre del propio sionismo— su traición a manos de este gobierno.


Michael Brenner

Michael Brenner es titular de la cátedra de Historia y Cultura Judías en la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich y de la cátedra Seymour y Lillian Abensohn dedicada a los estudios israelíes en la Universidad Americana de Washington DC. Es autor, entre otras obras, de «The Renaissance of Jewish Culture in Weimar Germany» (El renacimiento de la cultura judía en la Alemania de Weimar), Yale University Press (1996); «German-Jewish History in Modern Times», Columbia University Press (como coautor, premio National Jewish Book Award for Jewish History 1997); «After the Holocaust: Rebuilding Jewish Lives in Postwar Germany», Princeton University Press (1997); «A Short History of the Jews», Princeton University Press (2010); «Prophets of the Past: Interpreters of Jewish History», Princeton University Press (2010); «In Search of Israel», Princeton University Press (2018).

 

Con agradecimiento a nuestro traductor Julian Bedoya.